Si hay un rasgo que distingue a toda madre de bien, además
de las ojeras y el bolso lleno de muchos envoltorios y sustancias pegajosas
varias, es el agotamiento. No el cansancio en plan vengo de un viaje de esos de
circuitos que me han tenido quince horas diarias corriendo detrás de una majara
con un paraguas en alto o nivel llevo una semana de Feria con el rabillo
tatuado y bailando sevillanas como si no hubiera un mañana. Tampoco. Es
agotamiento nivel quiero tirarme bocabajo en el suelo lamiendo el parqué y
esperar la muerte. De ése.
Que una duerma poco y mal ayuda. Ayuda al descolgamiento
facial, a la cara de indio viejo, a los ojos incrustados en la nuca como Nacho
Cano y al malvivir extremo. Una empieza a maldormir desde que se embaraza y no
sabe cómo colocar el barrigón para no morir afixiada o con muerte por
aplastamiento propio, recolocando órganos cada tres minutos y cambiando de
postura para bajar el nivel de ardores y no acabar quemándole la nuca al pater
como un dragón de la kalessi.
Luego nace el niño y empiezan las posturas tipo Circo del
Sol que alguien te ha dicho que vienen bien para los cólicos y tú allí con tus
puntos y tu mala cara retorciendo los brazos entumecidos como si fueras un
bailarín de break dance un jueves a las tres de la mañana para que el niños
siga llorando como un descosido. La parte positiva es que así no duerme nadie y
por aquello del mal de muchos la cosa consuela. Luego si el niño es bueno, la
ansiedad es doble, porque para toda madre un niño que no hace ruido es un niño
con la muerte súbita detrás de la oreja y empiezan los zarandeos nocturnos, los
dedos debajo de la nariz y la vigilancia extrema entre los barrotes de la cuna
en plan psicópata como Jack Nicholson en El Resplandor.
Luego se hacen mayores y vienen los terrores nocturnos, las
aguas, los pipís, el ratónoso perdido, los mocos, el dalsy, el termómetro, los
asaltos a cara perro sobre tus lumbares, el colecho forzado con escoliosis
garantizada y un largo etcétera de sinsabores propios de la noche de toda
madre.
Las consecuencias son
ir por la vida a medio gas, perder neuronas y capacidad de reacción.
Vamos, que se te tira un autobús encima y hasta que no te ponen la vía ni te
enteras. Que tu amiga que aún es soltera y duerme nueve horas para mantener la
tersura epidérmica te cuenta emocionada que se ha acostado con el vecino de
arriba que es modelo y tú que en otra vida te hubieras enganchado al cuello
suplicando detalles te quedas con la mirada perdida en el horizonte repasando
si los politos del uniforme están tendidos o si hay vida inteligente en otros
planetas más allá del sistema solar. Como si te importara más que el forniqueo
ajeno.
El ir con sueño por la vida implica, además, que puedas
quedarte dormida en cualquier esquina, en la reunión de la oficina con los
responsables de Andalucía o en la tutoría con la maestra que quiere hablarte de
las regletas y de la importancia de la
coordinación óculo manual de tu hijo en el grafismo, como si no tuvieras tú ya
bastante con lo tuyo.
Y aunque has aprendido a dormir con los ojos abiertos no
aciertas a responder a tiempo ni adecuadamente, así lo mismo le cuentas a la
tutora las gráficas del plan de comunicación del segundo trimestre que le
explicas al jefe regional lo complicada que se está poniendo la niña. Y así
siempre. Sin querer, pero sin sufrir, que una madre agotada es una madre
indolente.
Indolente hasta que suena el despertador a las seis de la
mañana después de media noche en vela. Entonces entra en ira matutina sin fin y
fantasea con la idea de coger un rifle y salir a la calle en camisón a pegar
tiros para que luego en el telediario los vecinos digan aquello de ‘parecía una
chica normal y educada. Siempre saludaba en el portal’ para que la portera
añada ‘Sí, sí, pero últimamente tenía muy malacara, se ve que dormía poco, pero
cómo iba a dormir la criatura con esas dos fieras que tiene por niños’ y
entonces otras madres agotadas la verían desde el otro lado de la televisión
con esos pelos que no han visto una peluquería en meses y esas cuencas por
ojeras dentro del coche policial y asentirían compasivas. Y hasta envidiosas.
Que es pensar en una celda con tu literita para ti sola, tu televisión adulta y
tus libros y se les ponen los pelos como escarpias de la emoción. Y a quién no.