La maternidad es agotadora por muchos motivos, muchísimos y
quien lo probó lo sabe, como diría Lope de Vega, que desde que sales de casa
con las contracciones y el bolsito de TucTuc repleto de mudas imposibles ya no
vuelves a dormir del tirón más de cuatro horas seguidas, al menos hasta que los
hayas casado y expulsado de casa.
Lucha cuerpo a cuerpo por las comidas, desgastes
neurológicos con los deberes, visitas intempestivas a urgencias, visionado en
bucle de Frozen y series de dudoso gusto y así hasta que sólo quede una carcasa
de tu persona, loca por tirarse al suelo y hacerse la muerta frente al aire
acondicionado hasta el día del juicio final.
Sin embargo, lo peor de todo es la censura a la que te ves
sometida por ti misma, por tus hijos y por las otras madres y hasta por el
Sursum Corda, con lo cansada que está una para el fingimiento y para la pose. Y
lo que es peor, esta censura impuesta o autoimpuesta no sólo no mejora sino que
empeora a medida que los niños van cumpliendo años y coscándose más del mundo
que le rodea.
Así, aunque hayas tenido un día horrible y quieras arañarle
la cara a tu jefe con el tacón de Cenicienta, no puedes desahogarte comiéndote
un bote de helado industrial o una bolsa de golosinas de kilo y medio porque la
niña, a la que llevas diciéndole media vida que las chuches son malas y que si
no se comen de poco en poco te destrozan las tripas, te está mirando fijamente
desde el sofá con cara de terror absoluto ante la posibilidad de tu ingreso
hospitalario inmediato.
O si quieres desayunar con coca cola porque te da la gana y
porque tienes 36 años y te lo has ganado, tienes que echártela en una taza y
fingir que es café o bebértela de un trago detrás de la nevera porque estás
harta de decir que la cocacola es para las fiestas o como mucho un vasito al
día, aunque tú te soples cuatro, eso sí, fuera de casa y a escondidas como si
fueras una yonki.
Y si te das un golpe en el dedo meñique del pie contra la
puerta y quieres soltar dos millones de palabrotas para aliviar el dolor y la
mala uva, tampoco. Jolines y mucho es y como se te escape alguna de las gordas
no sólo tendrás a los niños a tu alrededor con los ojos como platos sino que
incluso te reprobarán o lo que es peor añadirán la palabrota a su vocabulario
diciéndole a la gente que su mamá también lo dice.
Por supuesto tampoco puedes quejarte o maldecir a la báscula
si has cogido tres kilos estas vacaciones porque te has pasado media maternidad
explicándole a la niña que cada uno es como es y que igual de bueno es ser
gordo que flaco, alto que delgado, blanco que negro o rubio que pelirrojo, para
que ahora te vea histérica maldiciendo lo gorda que estás y echar todo eso
abajo, así que encima de que te has pasado todas las vacaciones haciendo la
lipendi con tu ensaladita y tu pescado y no has probado un puñetero helado y
ahora el vestido no te entra, no sólo no puedes enfadarte ni desahogarte ni
cagarte en todo, sino que de hecho hasta deberías estar contenta porque ser
gordo no es nada malo y lo importante es estar sano.
Y es que una cosa es ser madre profesional, es decir, madre
educadora que da la chapa a cada momento con cuestiones variadas para que sus
hijos no se maleen, aprendan a comer, a respetar a los demás, a ser educados y
a tener buenas formas, a comportarse bien, a estudiar, a ser responsables y a
lo que haga falta, pero otra muy diferente es la mujer que hay debajo de esa
madre, que ya cumplió con todo eso, que es educada y amable, tolerante,
compasiva y cariñosa, que estudió, que fue y vino de currar, arregló la casa,
se depiló las cejas, hizo bien la dieta y pidió cita al dermatólogo. Así que si
se pega un golpe en un dedo y quiere echar la bilis por la lengua o si quiere
portarse mal y no cepillarse los dientes antes de dormir o andar descalza o
beberse dos litros de cocacola de una sentada o maldecir a grito pelado porque
han matado a su personaje favorito de la serie, debería hacerlo, hombre ya, que
se lo ha ganado de sobra.
El problema viene cuando dos días después que ya está una en
modo madre, pilla a la niña chupetando la botella de cocacola detrás de la
nevera un lunes a las nueve de la noche, gritándole a la tele porque a
Cenicienta han vuelto a romperle el vestido o soltando improperios en plan
polemista de Telecinco mientras se desenreda el pelo. Entonces una piensa en
todo lo que le va a costar borrarle todo eso del cerebro y volver al punto de
partida y se arrepiente de haberse dejado de llevar y haber escapado de la
censura… Ay, qué dura es la maternidad y qué cara sale la libertad.