Tal y como ya predije hace unos días, la Semana Santa ha llegado a
nuestras vidas como un huracán de malignidad, arrasando con la poca
tranquilidad que nos quedaba en casa –que vale que era poca, pero algo nos
quedaba- y dejándonos al borde del shock multiorgánico a ritmo de cornetas y
tambores.
Como también predije, traté de zafarme de toda cita social
que incluyera olor a incienso, tronos con arbotantes, nazarenos con cirio en
mano y empujones en las calles nivel San Fermines pero sin toros, pero como también
predije tengo la capacidad de enfrentamiento familiar bajo mínimos, la
credibilidad nivel Sonia Monroy y el cansancio extremo habitual en mí, que
poco favor me hacen frente a la manipulación profesional de la familia, sobre
todo de mi madre, que se maneja como nadie en estas situaciones y en pocos
minutos acaba haciéndome entrar por el aro y que encima acabe creyendo que todo
ha sido idea mía…
Así que desde que sonaron los primeros acordes de la banda
de nosedónde de la Pollinica,
que es la cofradía que abre la Semana Santa
malagueña, vivo sin vivir en mí en un continuo ir y venir de procesiones,
tirando de barrigón XXL y de pelirrojismo enfervorizado que aplaude sin
descanso y vitorea a vírgenes y cristos y hasta al tipo que vende los algodones
de azúcar, mitad hiperactiva y mitad agotada, mientras yo me arrastro a su lado
como un zombie de Walking Dead con cansancio crónico y trato de seguir el ritmo
familiar, nivel Bolt.
Y lo peor ya no es pasarse horas de pie en una esquina
–porque ya os he dicho que tenemos sillas alquiladas, pero al parecer eso no
mola, lo que mola es tirarse a las calles a buscar ‘rincones con encanto’
mientras una docena de vértebras me crujen al unísono- ni tampoco son lo peor
los pitidos en los oídos que te quedan cuando tienes al tipo del bombo o de la
tuba desfogándose a gusto junto a tu oído bueno mientras tú repasas la tabla
del 6, ni las amenazas de muerte por aplastamiento de la mano de cualquier
trono extragrande que te deja pegada a un semáforo fundiéndote con él como no
lo harías ni con Ryan Gosling en una noche de pasión, ni el incienso
penetrándote la mente dejándote medio drogada como una tocapiés trastornada, ni
las avalanchas humanas que tratan de cruzar siempre justo delante de ti y se
llevan a la pelirroja en volandas y te dejan al borde del infarto y del parto
natural prematuro a base de empujones en la bartola, ni el tambor o la trompeta
que se compró la nena y cuyos alaridos se suman a la contaminación acústica del
entorno hostil en el que nos hallamos, ni siquiera es lo peor la vuelta a casa
entre ríos de gente muy loca –que nadie sabe por qué, pero la gente se vuelve
muy loca en estas fechas- ni que tardes una hora en recorrer quince metros, lo peor
es que a la pelirroja le parece lo más de lo más, un sueño hecho realidad y no
le importa tener veinte culos delante y no ver más que el palio de la Virgen, ni que le empujen
hasta teletransportarla a la otra esquina, ella aplaude enfervorizada nivel
talibán suicida, aunque sea frente a una pared, y aplaude y vitorea y grita
excitada y cuando termina una procesión, pregunta por la siguiente y luego la
siguiente y luego la otra y así hasta que está tan cansada que entra en trance
y llega a casa dando bandazos en zigzag como un borracho de feria, riéndose con
risa floja y dando palmas y vueltas sobre sí misma y tirando besos y gritando ‘vilgen
guapaaa’ con las manos en alto, como una iluminada, mientras se pega dos o tres cabezazos contra la misma pared del salón.
Y sólo estamos a miércoles.