Poco antes de iniciar el arresto domiciliario por los virus
infantiles, tuve la flamante idea de ir a Carrefour con la niña. En principio,
no me parecía el plan perfecto, no voy a engañar a nadie, pero tampoco me
imaginé que sería una idea tan terrible. En ocasiones, he visto a madres con
hijos haciendo la compra y aunque lo cierto es que no han pasado desapercibidos,
ni ante los otros compradores ni ante los temerosos agentes de seguridad,
tampoco me habían parecido gremlins alimentados después de la medianoche.
Así que me encaminé rumbo al matadero, sin la sospecha de que
allí me aguardaban los nueve infiernos de Dante, dispuesta a ser una madre
marsupial de ésas modernas que van con sus niños a todos sitios y fingen que
todo va bien.
Para ser sincera, he de decir que el camino hasta el centro
comercial no fue malo, entre otras cosas porque iba preparada con un completo
kit de sobornos para mantenerla sentada en el carrito –el gigantocarro fue
prejubilado hace ya algún tiempo- sin llantos por su parte ni ridículas
amenazas por la mía. Todo iba bien, tan bien que tenía que haber sospechado que
el mal se cernía sobre mí.
Todo comenzó cuando me vi obligada a bajarla de la sillita
de paseo para poder cerrarla– una tarea que es como la física cuántica para mí,
por mucho que el pater de la criatura me lo explique y yo finja que lo entiendo-
y meterla en el carro grande de Carrefour.
No tengo ni idea de qué sería lo que se le pasó por la
cabeza, pero aquello debió parecerle tal ultraje que entró en un estado de
posesión demoníaca del que ya fue imposible sacarla.
Mitad enfadada y mitad emocionada, se abalanzaba sobre las
estanterías con unos aspavientos, que ríete tú de Ana Sullivan, enseñándome las
latas de piña como si viniéramos del pueblo y nunca hubiéramos visto aquello, mientras
yo, avergonzada arrastraba el carrito -con el otro carrito dentro, como una
muñeca Matriuska- derrapando pasillo arriba y abajo, y persiguiendo a la
pequeña demente en algunas ocasiones, y fingiendo que no era mía, en otras,
para compensar en dignidad.
Sólo diré que decidí que era el momento de dejar la compra a
la mitad y llevarme lo poco que había logrado coger, cuando perdimos un zapato,
que posteriormente recuperamos en la zona de los lácteos –su favorita -, junto
al Activia y a los yogures de Muesli.
Y volvimos a casa, exhaustas y fracasadas -como el
capitán Scott- con la firme promesa de renovar mi cuenta de Carrefour on line,
como ya hiciera unos meses antes con la de Mercadona, cuando, en otro episodio
de locura infantil, tuvo a bien arrancarse el pañal y lanzarlo contra la hilera
de suavizantes con olor floral. Sobra decir que no hemos vuelto por allí,
aunque, para qué engañarnos, lo más probable es que no nos hubieran dejado
entrar…
Yo la entiendo, el Carrefour emociona. Tiene tanta variedad... :P Reme
ResponderEliminarJajajjajajaja, cierto, yo me pongo más o menos igual cuando paso por el pasillo de los chocolates!!
EliminarQ grande mi comadre
ResponderEliminarJajajajja, gracias, amore!! Tú mejor que nadie con tus dos monkikis, sabes que cuento verdades como puños. O como puñetazos, según se mire! Y gracias por registrate!!
EliminarXXX
No hay nada como una compra online cuyo unico peligro es que la niña te desconecte de la corriente el ordenador, pero... y si se queda pegá al enchufe ? Es un riesgo que habrá que correr, vamos digo yo...
ResponderEliminarjajajaja pero si te lo pasas bomba con la peque,cada día te depara nuevas aventuras que no olvidaras en tu vida.....¿por qué nos ponen lo fácil tan difícil??
ResponderEliminarPor Dios!!! Cómo me suena!!!
ResponderEliminarQué tarde he descubierto tu blog, me va a costar ponerme al día. Esta entrada es tremenda, me meo!!!
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