Hace una semana llevé a la pelirroja a su pediatra para que
le echara un vistazo a unas manchitas –como antojos pero más claritos- que le
habían salido en la espalda durante el pasado verano, principalmente, para que
le recetara alguna crema de protección solar o consejos para que no se minara
de ellas y acabara cual dálmata tras un par de veranos, sin darle ninguna
especial importancia a aquello.
Sin embargo, a la doctora no le gustó demasiado el asunto y
con toda la delicadeza del mundo –que todo hay que decirlo- me derivó con cara
de preocupación al dermatólogo para que le hicieran una biopsia de las manchas
y descartáramos así una grave enfermedad crónica del sistema nervioso.
Entre que yo soy hipocondríaca de libro, asustona de
Guinness y objetivamente el asunto diera pavor por sí mismo, decidí llevarla a
uno privado con el beneplácito de mi pediatra – y que es considerado una
eminencia en Málaga y que además es jefe de Dermatología Infantil en el
Materno- por aquello de que esperar los dos meses que podía tardar la cita
podía acabar conmigo, que ya estaba al borde de un ataque de pánico.
Gracias a Dios, aquello quedó en nada. Las manchas eran del
sol, que para eso la niña es pelirroja y las manchas y las pecas son parte del
lote aunque tarden en salir. De enfermedad nada de nada, que al parecer las
manchas malas son de otro tipo, color y tamaño y además vienen acompañadas de
otros síntomas poco agradables. La cuestión es que hasta que pudo verla el
dermatólogo, pasé los cuatro días más terribles de mi vida, en estado de
histeria total, entrando en foros, buscando por Internet y encontrando
terribles fotografías e informaciones que me dejaron al borde de la locura.
Sobre este asunto podría hacer un post la mar de divertido,
narrando cómo me volví loca y volví locos a todos los de mi alrededor, cómo sobreviví
cual zombie llorón, arrastrándome por las esquinas y cómo estuve a punto de
matar al pater –bastante más sensato y razonable que yo- que se debatía entre
pedirme el divorcio o tirarse por el balcón o ambas cosas.
Sin embargo, me pareció que debía dedicar este post a todas
aquellas familias que no tienen la misma suerte que nosotros y que acaban
recibiendo las noticias que nadie quiere recibir. Porque aunque sea atrevido
por mi parte, en esos cuatro días pude sentir una millonésima parte del miedo y
la desesperación que a ellas les toca sufrir a las puertas de una consulta
médica, un día que marca el inicio de una nueva y difícil vida.
Un día en el que todo tu mundo cambia de golpe y quieres desaparecer. Pero no lo haces porque morirse es lo fácil. Morirse no vale. Lo que
vale es lo que hacen ellas, las que no tienen mi suerte y con las que todas nos
cruzamos alguna vez, empujando un carrito que pesa más que ellas y dedicando su
vida a estar ahí al pie del cañón, recibiendo el balazo con entereza para ser
el apoyo y no la víctima, acatando malas noticias, esperando en salas de
hospital, pidiendo favores en consultas, aguardando frente a un quirófano,
recorriendo el país en busca de los mejores especialistas, investigando,
durmiendo en un sillón frente a su cama y manteniendo siempre la esperanza de
que todo va a ir a mejor.
Y es que eso es lo mejor que tienen, que a pesar de que la
vida se lo ha puesto muy difícil, de que el camino que han de recorrer a diario
es duro y complicado, ellas son felices. Y son felices porque son conscientes
de qué es lo importante, lo que de verdad merece la pena, y se olvidan del
mundo, de nombres técnicos de pronunciación imposible, de tacs y resonancias, de
recetas y fisioterapeutas, de cuadros médicos, de tratamientos experimentales,
de operaciones programadas y de noches en vela, ellas se olvidan de todo cada
vez que su hijo le regala un beso o unas risas o un abrazo o le dice lo guapa
que está esa mañana… y la hace la mujer más feliz del mundo.
Y es precisamente ahí donde reside la grandeza de la
maternidad.