De desdoblamientos e impertinencias pelirrojiles

Hay veces en las que hace falta verse desde fuera para poder ver las cosas como son en realidad o, por lo menos  como lo ven los demás -que no tiene por qué ser lo mismo- porque así, seguramente Falete no llevaría un bañador con volantes ni Leticia Sabater seguiría cegándonos con ese tono de rubio nuclear, pero claro eso es muy complicado porque el espejo sólo nos devuelve una imagen subjetiva y no es muy certero del todo, que aquí el que más y el que menos pone posturitas y morros y encoje la barriga y se ve como se quiere ver. Y quien diga lo contrario miente. Si no, no todos diríamos que salimos mal en las fotos. Lo que pasa es que nos creemos más guapos de lo que somos. Anda que no.

Así, que la única opción sería desdoblarse como Michael Keaton en aquella infernal película de dobles o como una célula en plena mitosis, para poder vernos desde el otro lado en estado natural, moviéndonos, hablando y hasta haciendo el majara. Pero claro sólo me faltaba a mí desdoblarme, que a ver que por un lado me vendría bien porque así mientras una limpia, la otra trabaja o si una va a por la niña la otra puede quedarse con el peque y no someterlo a un melanoma calle arriba, y eso molaría, pero por otro lado, tendría que pintarme dos veces, ducharme otras dos y hasta pintar veinte pares de uñas y yo bastante tengo con lo mío como para tener que acicalar también a una versión mía que encima querría ponerse mi ropa, dejándome las opciones a la mitad. Ni mijita. Que no lo veo, vamos.

Sin embargo, y a pesar de no haberme desdoblado –que a ver que no lo descarto del todo, que ya lo iré viendo de aquí a navidades- empiezo a vislumbrarme desde lejos y, por ende, a poder juzgarme en todo mi ser. Con lo feo que está eso.

Y es que después de superar espejos y cristales de escaparate, fotos de objetivos malignos que te pillan haciendo muecas detestables, grabadoras que te sacan con voz de gallina de extrarradio y vídeos de bodas, bautizos y comuniones en los que hubiera sido mejor no aparecer -ni tú, ni tu espalda jorobada, ni tus aires de flamenca corralera-, ahora tengo que enfrentarme a una versión de mí misma encarnada en una pelirroja ‘marimandona’ de tres años y pico.

Y es que al final va a ser verdad eso de que hay que cuidar las palabras y el tono que se usa para hablar con los niños, al menos si no quieres que te lo devuelvan a la primera de cambio como si dijeran la cosa más normal del mundo y te deje sumida en un mar de vergüenza

Así, si los abuelos vienen a casa y le dicen monerías al hermanísimo ella suelta eso de ‘No lo agobiez, agüela, déhalo en paz, que no ez un juguete y zólo quiere eztar tranquilo y lo azustaz ¿ez que no lo vez?’ o cuándo a mi padre se le cae el mechero, le amenaza ‘cógelo, cógelo o te lo barro, ¿eh?’ o cuando está sentada viendo la tele y me pide algo por tercera vez me dice aquello de ‘Mira, ya no te lo digo máz vecez… Ez que ¿cómo tengo que decírtelo para que me hagaz cazo?’, pero el colmo fue el otro día que me pedía que le comprara una cabeza gigante de ésas para pintarla y peinarla y cuando le dije que no, puso los ojos en blanco y me soltó aquello de ‘Hijamía, ez que me tienez aburría’.

Pero lo peor es que cuando regaño y le digo que esas cosas no se dicen porque están feas y son de niña impertinente, rápidamente pronuncia su ‘lozientolozientoloziento’ y le da al llanto –que para algo es drama queen- pero acto seguido recapacita, levanta la cabeza y me dice: Pero mamá, tú me dicez ezo, también erez una niña ‘peltinente’¿no?

Y entonces apago la luz y salgo corriendo.