Lo único bueno que tiene el embarazo es que al final de diez
meses de tormento –que no nueve, que no os engañen-, te dan un bebé para que te
lo lleves a casa. Un hecho que tampoco es que sea la panacea, sobre todo,
porque cuando te lo dan acabas de pasar por uno de los trances más terroríficos
y dolorosos de la vida –que tampoco os engañen en esto, el parto sin dolor no
existe- y estás cosida y recosida por arriba o por abajo, agotada y dolorida y
con ganas de hacerte la muerta hasta el fin de tus días… pero no puedes porque
te acaban de endiñar a un bebé pequeño, precioso y regordete al que adoras, yo
no digo que no, pero al que aún no tienes claro cómo mantener con vida en
cuanto tu madre y tu suegra salgan de la habitación.
Yo, como siempre he sido una cobarde, rogué a mi ginecólogo
una cesárea programada que él tuvo a bien concederme dado el generoso tamaño
de la cabeza de la pelirroja. Pero en el último momento y ante las amenazas de
mi madre a la puerta del quirófano con cara de desquiciada, decidí –oh! craso
error- que me provocaran el parto por si por alguna extraña casualidad del
destino mi pelvis se abría cual mar rojo y de allí podía salir la niña, su
gigantocabeza y hasta una banda de cornetas y tambores. Pero no. La oxitocina
sólo consiguió sacarme unas pocas contracciones, que según el matrón eran una
ruina y dado que aquello empezó a ponerse feo –feísimo- con desgarradores tactos
que empezaban en las partes nobles –unas partes nobles sin dilatar, gracias- y terminaban
en las amígdalas, decidí vender mi alma al diablo y pedir que me rajaran por
donde quisieran pero con anestesia, mucha anestesia.
Y así fue. Sin embargo, el problema vino cuando el pequeño
anestesista –de trescientos años, cejas gigantes y metro y medio de altura-
tuvo a bien pinchar en el lugar equivocado de mi espalda no una sino dos veces
y, como todo el equipo médico que tenía de público entendía que aquella farsa no
me hacía efecto alguno, se decidió que habría que ponerme anestesia general.
Yo, que en ese momento sólo tenía ojos para una gasa
empadada en agua, que lamía con la ansiedad de un beduino en un oasis –porque
eso es otra, además de soportar dolores infernales, durante el parto te dejan
secar como a un cardo-, me daba igual lo que hicieran conmigo y, en cierta
manera, aquélla era una fantástica oportunidad para terminar con aquel trance
infernal y despertarme ya con la nena, en una fabulosa habitación inundada en
bombones y flores y con unas maravillosas vistas a la Catedral.
Así que me tumbaron y me ataron y para acabar con cualquier
atisbo de dignidad me colocaron un terrible gorro verde. ‘Dime cuándo empiezas
a tener sueño”, me dijo el pequeño anestesista de cejas infinitas. “Creo que
ahora…”, le dije. Y me dormí.
GRACIAS GRACIAS GRACIAS por hacerme reir como no me reía desde hace tiempo
ResponderEliminarM-A-R-A-V-I-L-L-O-S-A
a partir de ahora esperaré tus entradas con ansia, menudo descubrimiento has sido!!!
genial!!!
Muchas gracias!!!! Me alegro mucho de que te guste el blog y de que lo sigas!! Ya sabrás lo dura que es la maternidad, así que si nos reimos un poco, menos botox que necesitaremos!! jajjajaja
EliminarLo dicho, gracias! Y espero leerte por aquí!
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