Nunca me ha gustado ir a hacer la compra, de hecho, lo
detesto. Detesto hacer cola en los supermercados y tener que escuchar las
conversaciones de la clientela sobre si aquello está más o menos barato que lo
otro, sobre si al puchero se le echa o no hueso blanco –no entiendo nada,
¿acaso hay de otros colores?- o sobre si Belén Esteban está mejor o peor
después de haberse operado, todo mientras trato de que no se me caigan los
brazos –o se me estiren doce centímetros en plan Inspector Gadget-, en los que
tengo encajados todo tipo de productos que no venía a comprar –los que venía a
comprar seguramente no los lleve- y, al mismo tiempo, evito que se me cuele
alguna señora de pelo cardado que siempre acecha desde el pasillo de los
congelados.
Sin embargo, desde que soy madre y malvivo en una jaula de
grillos, sin un minuto de silencio ni de relax, donde todo es Canal Disney,
pañales por cambiar, muñecos ahogados en el wc, incombustibles ososperros
cantarines y torpes piruetas con descalabros incluidos sofá abajo, ir a hacer
la compra –sola, por supuesto- se ha convertido en un oscuro objeto de deseo,
en una maniobra justificada y eficaz para escapar del tormento de gritos infantiles
y de lanzamiento de piezas de Megabloc.
El problema está en que el pater de la criatura –consciente
de la tienda de los horrores que tenemos montada en casa- también ha redefinido
su relación con las que antaño fueran las tareas más fastidiosas de la lista y
ahora nos matamos vivos para ver quién baja a tirar la basura –a las diez de la
noche y con frío polar-, a arreglar papeleo a Hacienda – en pleno cierre de
trimestre- al chino –a por un paquete de azúcar que no necesitamos- o a pagar
recibos al banco –en día de ingreso de pensiones-… Pero eso sí, lo hacemos
fingiendo, siempre fingiendo que lo hacemos para liberar al otro, para
descargarlo de tan molesta tarea y dejarlo tranquilito y a buen recaudo en el
cálido hogar familiar…
Las batallas son duras y las argucias empleadas, ingeniosas,
pero sólo puede haber un ganador y generalmente es una servidora, que se ha
hecho una experta en crear necesidades irreales y defenderlas hasta la muerte
porque ¿quién puede vivir un sábado por la tarde sin un puñado de puerros o sin
un tarro de pimientos del piquillo en la despensa? Es inhumano. Una atrocidad. Así,
que me ofrezco voluntaria para solventar el contratiempo y salgo de la casa,
victoriosa, y veo a lo lejos la fachada del súper como quien ve a la Virgen de Lourdes y mientras
hago cola en el supermercado, puedo relajarme y hasta pensar… Pensar en los
viajes que voy a hacer, en toda la ropa que me voy a comprar, en lo morena que
me voy a poner este verano e, incluso, en la nariz de Belén Esteban…
Totalmente de acuerdo, todo por estar un minuto solo sin oír titi, coco o la nena
ResponderEliminarAy pues a mī me encanta un supermercado. Mercadona no, que no me entretiene, pero un Carrefour o un Hipercor, con los millones de variedades que pueden tener de cualquier cosa... Y en London ni te cuento, que he descubierto productos que ni sabía que existían! Reme
ResponderEliminarCuando nos convertimos en mamás empezamos a desear nuevos y sencillos lujos: el silencio, dormir, leer un libro tranquilamente, etc ......incluso hacer la compra, je,je,je.
ResponderEliminar¡Feliz semana!