A priori, mucho antes de conocer siquiera las instalaciones,
la pelirroja se declaraba una entusiasta de la guardería, bien porque no tenía
ni idea de qué era o bien porque cada vez que decía que quería ir, era
agasajada con todo tipo de chucherías y regalos con el doble fin de que –en un
cutre ejercicio de psicología barata- acabara vinculando las ideas de la
felicidad y la sobredosis de azúcar con la del cole y para que, de paso, mostrara
un entusiasmo desmedido delante de mi inquisidora madre –detractora acérrima de
la guardería- cuando se le preguntara sobre el asunto.
Ruina. No sólo no fingía delante de la abuela cuando se le
preguntaba sino que, además, hacía pucheros, probablemente porque escuchaba
cómo mi madre me repetía frases melodramáticas del tipo “qué lástima de mi
niña, para que le peguen”, como si en lugar de a la guardería planeara llevarla
a una pelea de gallos en el Bronx y, claro, imagino que a la chiquilla tanto
drama le impresionaba.
De cualquier manera, las cutretécnicas de psicología de
libro de autoayuda tampoco funcionaron y el primer día de guardería fue, como
no podía ser de otra manera, un auténtico desastre, un infierno anunciado, una
tragedia griega, uno de esos días que guardo a buen recaudo en el subconsciente
para contarle a mi psiquiatra el día que finalmente termine perdiendo la cabeza
y acabe andando en camisón y con un rifle por toda la ciudad.
Y es que nada más llegar al recinto y antes incluso de que
abrieran la puerta, la niña pareció entender de qué iba el asunto y empezó a
endemoniarse de tal manera que poco faltó para que empezara a andar por las
paredes –probablemente le frenaron los horribles dibujos de falsos personajes
Disney hechos a rotulador por una mano poco talentosa-. Menos mal que la
maestra, cual loquera experimentada, salió -más bien tarde que pronto- a
nuestro encuentro y, minutos antes de que a la niña le comenzara a dar vueltas
la cabeza, la cogió en brazos, reduciéndola como a un francotirador y soportando
estoicamente las patadas en los costados y los tirones de pelo, mientras nos explicaba los
pormenores del ‘período de adaptación’, todo ello sin dejar de sonreír. Pobre.
Y yo, que no tenía muy claro qué hacer ni en aquel momento
ni durante aquella primera hora de libertad que se me presentaba, mitad
asustada y mitad avergonzada por el espectáculo ofrecido por la pelirroja –que
sí, que sí, que será muy habitual, pero su primo el ‘todolohagobien’ entró como
si entrara a su casa, saludando y todo-, me fui a una cafetería cercana con mi
prima, a esperar por si a la niña le persistía el ataque y tenía que ir a
recogerla y encamarla o por si agredía a alguien y la expulsaban en su primer
día, todo ello con el estrés bombeándome el pecho, las manos temblorosas y
quizás con un poco de sentimiento de culpa en el cogote…
Podría fingir y decir que lloré más que ella y que aquella
primera hora se me hizo interminable, que no encontraba consuelo y que a punto
estuvo de tirar la puerta abajo para que me devolvieran a mi niña. Pero no. Lo
cierto es que apenas pasados unos minutos, aquella angustia se convirtió en relax
y me sentí en la gloria, aliviada de volver a ser un solo cuerpo y de poder
tomarme una Coca cola entera sin que nadie me la derramara encima o me metiera
los dedos dentro e incluso poder mantener una conversación medianamente coherente
con otro adulto, aunque fuera sobre pañales.
Y a la hora la recogí y todo fueron abrazos y besos y
pegotes de plastilina en la camisa. Habíamos superado el primer día y sin rencor
ni valiums de por medio. Y tras ése vino otro día y otro y luego otro y otro
más, algunos mejores y otros peores, la mayoría peores para qué engañarnos, pero
todos con el denominador común de traer bajo el brazo unas horas de libertad y
eso vale todo el esfuerzo.
Vale
que cada mañana tenga que protagonizar una caminata
interminable, empujando un carro con 17 kilazos de prole en su interior,
con
los gemelos como Indurain, entonando los grandes éxitos de Cantajuegos
con el
poco aliento que me queda y haciendo todo tipo de carantoñas, cucamonas y
piruetas, cuanto más ridículas mejor, para que la nena vaya entretenida y
no
sospeche el destino que la aguarda porque al final del tormentoso
trayecto
tengo mi merecido premio, mis cuatro horas de libertad. Cuatro horas
enteras para
trabajar sin gritos, para hacer la compra sin berrinches, para hacer
recados diligentemente
o para hacerme la muerta si quiero que para eso son mis cuatro horas de
no madre. Lo que no sé es lo que va a ser de mí cuando llegue el verano.
Se acostumbra una tan pronto a lo bueno...
(Continuará)
(Continuará)
Excelente redacción! Has hecho de una historia trivial de leer (el primer día de guardería) un relato incluso emocionante! Me ha sorprendido mucho de verdad. Ánimo que aún te quedan meses de libertad por delante! :-) y ¡enhorabuena de nuevo!
ResponderEliminarMuchas gracias!!! Lo cierto es que no sé si tengo más miedo a que llegue el mes de julio o a que empiece el colegio de verdad en septiembre. Danger. Haré acopio de fuerzas y de tranquilizantes, jejejje...
EliminarEres una crack, cuántos papis nos habremos vistos reflejados en tus elocuentes lineas.Sigue así.
Eliminaryo la dejo también en verano, sin descanso!y las 8-9 horas de guarde no se las quita nadie, y tan pancha
ResponderEliminarGENIAL!!
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