lunes, 23 de febrero de 2015

Cinco años no es nada...


Como el hermanísimo además de ser una bomba de relojería que en cualquier momento o en todos los momentos, hace saltar por los aires nuestro bienestar –si es que alguna vez hemos tenido de eso- no tiene todavía dos años, a veces se me olvida que la pelirroja también es pequeña. Muy pequeña. Aunque se pinte los labios mejor que yo y exija ir en tacones de Frozen a los cumpleaños de los amiguitos, dando traspiés como un travesti amateur.

Se me olvida cuando me despierta en mitad de la noche respirándome en la cara porque tiene ‘zuzto’ y me vuelvo muy loca y le digo que ya es mayor y que bastante tengo con el loco de Cigoto tirándose en caída libre sobre mi cintura con nocturnidad y alevosía como para tener a otra psicópata clavándome las pupilas a las tres de la mañana para matarme de un infarto.

Pero luego, cuando la meto en la cama para maldormir en pandilla o me voy a la suya con la esperanza de que se duerma en tres segundos y poder darle esquinazo más pronto que tarde, esto es antes de que me quede parapléjica con la postura de alcayata, aún con ojos pegados y la mala uva a flor de piel, me parto de la risa cuando me pega la cara al oído y me cuenta ‘ez que he tenido un zueño de mucho suzto de un moztruo muy grande que nos pizaba la caza con unos dedoz muy gordos y con una uña zusia zusia que me raspaba la cara’ alternando el ceceo de pueblo de las montañas con el seseo de Mari de extrarradio y temblando al recordar la gigantouña sucia raspadora.

O cuando por un descuido vio un documental de la 2 –que esos son menos recomendados para la infancia que Sálvame Deluxe- y desde entonces le cuenta a todo el que la quiera escuchar que los lobos salvajes te comen la carne de los huesos de un bocado.

O cuando la acuesto y me dice que me quiere ‘desde cien a cien a cien, doscientos o mil’, que se ve que es como una barbaridad aunque no sé si tanto ‘como un millón o cien montañaz o un corazón de brillantez lleno de amor y brillantez’, que se ve que sin brillantes no puede haber amor que valga.

O como cuando hace unos días le dijo a la mamma que yo estaba siempre guapa porque echo muchos polvoretes... Para que después de morir de un infarto cerebral frente a la mirada ojiplática de mi pudorosa madre, añadir que son 'roza fuerte y ze echan con una brocha precioza'.

O cuando llegó del colegio muerta de la risa para contarme que un amiguito ‘que eztá loquízimo’ le había dicho que los bebés ‘zalen por el culo’. ‘Yo ez que creo que ez muy pequeño y zu madre no ha querido azuztarle diciéndole que zalen por el ombligo con una magia y el pobre ze ha creído que zalen por el culo como la caca y el pipí. Qué tonto ez ¡si ezo es una locura!’ Y se muere de la risa.

lunes, 16 de febrero de 2015

San Valentín y otras fantasías


A mí me gusta San Valentín. Para qué voy a engañar a nadie. Me da igual que lo inventara El Corte Inglés que para eso inventó también lo de cambiar el artículo por el dinero y no he escuchado a nadie quejarse. Y para eso mi madre tiene la tarjeta de cliente y vive empadronada entre la cafetería y la sección de charcutería del supermercado por lo que tenemos establecidos lazos y vínculos especiales como para andar rechazando las fechas que nos señalan como importantes. Un respeto. Eso sin contar con que hay regalos, vino y achuchones. Vamos, que estaría feísimo mirar para otro lado. Más con esta vida perra que llevamos entre baños, deberes y visitas al Materno en horas intempestivas. Que una se merece un chance.

Sin embargo, con esto de la maternidad doble, San Valentín no es lo que era, vamos, que ni siquiera se le parece por mucho que una ponga de su parte, se haga la plancha y finja no dormirse durante la cena y abrirse la cabeza contra el jarrón de los tulipanes.
A ver, que yo quiero ser romántica y todas esas cosas, pero es que no me da la vida y al pater, la pobre criatura, tampoco. Que desde que nació Cigoto ha perdido seis kilos y el brillo de la mirada y ahora en lugar de ir a catas de champagne va al parque de columpios a ver descalabrarse a los niños tobogán abajo.

Pero nosotros fingimos. Y a veces hasta nos lo creemos y nos ilusionamos con un día para nosotros aunque sea con los pelirrojos dando vueltas a nuestro alrededor  como peonzas borrachas. Y nos compramos nuestros regalos y nos damos nuestras sorpresas aunque una no pueda sorprenderse mucho rato porque justo cuando descubre su regalo, descubre también a Cigoto encima de la mesa del comedor dispuesto a lanzarse al vacío y hay que ir al rescate o a ponerle a la pelirroja el juego de cortar uñas de la tablet –un ascazo de juego- y al final no podemos hacernos mucha fiesta. No mucha en solitario al menos.

Y aunque nos preparemos una cena para dos, al final es Cigoto quien se come mi plato y la primogénita la que da arcadas al ver el solomillo sangrante del pater y cuando con el romanticismo de la canción de ‘El pisotón del Dinosaurio’ de Peppa Pig de fondo, el pater me da la mano, hasta me da la risa de comprobar lo grandullona que es, acostumbrada a la mano pequeñita y pegajosa de los pelirrojos.

Y recordamos cuando estas fiestas la pasábamos en solitario y en hoteles chachilones de postín, dándole al amor y a los arrumacos y ahora nos vemos disfrutándola en pandilla hacinados en el sofá cobijados por una manta y viendo Canal Disney en bucle.

Pero es entonces cuando el pater desliza su gigantomano bajo la manta y coge la mía y nos miramos furtivamente como si tuviéramos catorce años y miramos a los pelirrojos que se parten de risa con el abuelo Rabbit y entonces me doy cuenta de que no ha habido mejores sanvalentines que estos. Aunque sean en grupo.

lunes, 9 de febrero de 2015

Guerra de pelirrojos


Digan lo que digan, que cantaría Raphael, los niños no quieren ser princesas, al menos la mayoría, de hecho ni siquiera quieren ser príncipes con lo que mola tener tupé e ir por la vida rescatando a princesas semimuertas y cantarinas, los niños quieren ser cosas muy feas, no entiendo yo por qué, como Gormittis o Pokemon o Tortugas Ninja o cualquier cosa que justifique dar muchos gritos y pegar patadas y gritos al sofá con cara de sádico de película de Steven Seagal o de mí misma los lunes a las seis de la mañana.

Como Cigoto es pequeño yo no había descubierto todo esto y de vez en cuando se dejaba travestir de Rapunzel y se dejaba dar vueltas como una peonza por la princesa mayor, que en estos casos también pone cara de sádica, pero de sádica monárquica tipo Enrique VIII, hasta que el chiquillo se quedaba solo en mitad del salón al borde del vómito, con la tiara tapándole los ojos y cara de haberse bebido tres gintonics de garrafón.

El problema es que Cigoto se hace mayor y se ve que junto a los niveles de maldad también le crecen los de testosterona y ya se niega a entrar por el aro. Vamos, que ya no se quiere poner ni el de Cenicienta limpiadora que es el más sencillito que tenemos, sin una purpurina ni un volante ni un ná, y las tiaras o se las arranca violentamente o se las pone en la cara a modo de yelmo, arranca el palo del recogedor y nos embiste a todos, imagino que a modo de venganza. Como si no tuviéramos suficiente venganza con las noches de fiesta y algarabía de pelirrojos asaltando el lecho conyugal con sustos, pipís, vómitos, chupetes perdidos y otras lindezas para hacerme envejecer a marchas forzadas. Que no hay derecho.

Y la pelirroja se pone negra y viene a mí ultrajada para decirme que su hermano no quiere jugar a la cocinita ni bailar el vals y que le ha dado un balonazo en la cara mientras vestía a la barbie y antes de que pueda reaccionar aparece el loco de la colina  tratando de patinar sobre el coche de Peppa  a la pata coja cuando todavía tiene los puntos de la ceja frescos y yo el corazón encogido.

Y para más inri ya no quieren ni compartir televisión y Cigoto ya no quiere la princesa Sofía, con lo que a él le gustaba, sino que ahora sólo quiere Cars, con la malapipa que tienen, y unos dibujos muy feos del canal XD de Disney que es para niños hipermasculinados que dan miedo con unas caretas feísimas y que se pasan el día luchando contra cosas varias, pero mire usted, es ponérselos al hermanísimo y ya no hay riesgo de muerte mesa abajo ni de desastres hogareños nivel te voy a vaciar dos botellas de agua sobre la manta paduana.

El problema no es por mí, que yo cual malamadre soy capaz de dejarle ver Saw en bucle con tal de que me deje vivir media hora, que cuando se es madre, media hora es una vida, el problema lo tiene la primogénita que vestida de novia gitana –me lo pongo todo, me lo pongo todo- quiere ver a las princesas disney en acción mientras Cigoto que ni habla ni  pensamiento tiene de hacerlo, grita como si fuera Tarzán o la alumna de Anna Sullivan hasta que le ponemos Spiderman y ya se nos calma, para que entonces la pelirroja se ponga a hacer pucheros tirada en el suelo como si hubiera muerto alguien y con el cancán tapándole la cabeza.

Miedo me da que lleguen a la adolescencia. De momento, aún nos queda Peppa Pig como terreno neutral y aunque el pater y yo nos sepamos los diálogos y hasta los eructos de memoria supone un punto de encuentro para las hormonas de los pelirrojos, que se quedan pegados a la tele como si una fuerza paranormal los atrayera. Y a veces, algunas veces, hasta puedo echarme crema.

Quién me iba a decir a mí que le iba a deber tanto a una cerda.

lunes, 2 de febrero de 2015

Mañana, más y mejor y otras mentiras piadosas



Viviendo como vivo en este mar de malvivir, a una no le queda otra que tener esperanza en que todo vaya yendo a mejor y sobre todo, en que una pueda encarar más asuntos de los que encara ahora que no tiene tiempo (ni ganas) de partirse la cara en duelo con las paredes de la cocina o la falta de apetito de la pelirroja, como cuando para poder comerte tranquila media tableta de Suchard una se asegura a sí misma que al día siguiente sobrevivirá a base de fruta y deporte extremo y sólo con ese pensamiento se siente satisfecha de pensar lo bien que lo controla todo. Pues más o menos, pero sin Suchard.

Así que yo soy mucho de marcarme propósitos. En plan que si la niña hace los deberes a empujones, protestando y con más borrones que letras, me prometo que a partir del día siguiente voy a empezar una técnica de aprender jugando y la haré entrar en razón y yo no gritaré como un mandril y la niña irá a Harvard y yo recuperaré frondosidad capilar. Y me lo creo.

O que si no come o mejor dicho no prueba nada y cuando digo nada es nada – y sobrevive del viento y de yogures- y yo entro en bucle de locura y amenazas variadas, pienso, mientras me debato entre tirarle el vaso de leche por la cabeza como las madres antiguas, en hacer un cuadrante de premios y castigos o prohibirle las chuches hasta que coma comida o hacer una técnica tocapiés de armonía alimenticia y que al final la niña coma como una niña normal y yo pueda disfrutar de un almuerzo sin que se me salgan los ojos de las órbitas de mala uva maternal. Y me lo creo.

O cuando Cigoto se lanza de la mesita de noche a la cuna de cabeza para partirse en cuello a traición o desfila descalzo por el filo del mueble frente al precipicio en un abrir y cerrar de ojos paternal, me prometo acolcharlo todo como en un manicomio de postín –lo bien que me vendría uno a mí- o enseñarle nuevas maneras de jugar que no incluyan puntos ni escayola ni infartos maternales y que una pueda incluso ver la tele –qué osadía- mientras mi hijo amadísimo juega con las construcciones cual ser civilizado. Y me lo creo.

O cuando vuelvo a ponerme el mismo jersey porque la mayoría de mi ropa invernal aún está en los altillos y juro que en cuanto tenga un hueco, me pongo a bajar ropa, lavarla, plancharla y provocarme un gratuito ataque de alergia y me imagino vistiendo monísima con los conjuntos chulapones que lucía el invierno pasado. Y me lo creo.

Pero luego llega la vida y el despertador suena a las seis y media de la mañana aunque nunca suena porque yo duermo con un ojo abierto y otro pipa como Colombo, primero porque no me dejan y segundo para que no suene la alarma y despierte al pelirrojismo y ya haya fiesta en casa. Me voy al curro corriendo como una loca, dándome patadas en el culo de prisa y contra las puertas de sueño. Y con suerte, me acuerdo de ponerme braguitas, así que si el jersey elegido es el que me hace cara de enferma, me la sopla.

Y llego cerca de las cuatro y todo es caos y agotamiento y me como cuatro calorías mientras la pelirroja vestida de Cenicienta me mete los pelos en el calabacín y Cigoto se tira mi vaso encima y el páter recibe dos millones de llamadas de teléfono que no ha podido atender cuando estaba solo con las bestias y tiene que esconderse para que sus interlocutores no crean que vive en un gallinero.

Entonces descubro que son las cinco y pico, que la pelirroja tiene deberes nivel universitario para dos días, que el páter tiene una reunión y que Cigoto trata de subirse a la televisión para comerse una bola de plastilina. E improviso. Amenazo dedo en alto a la primogénita para que haga las tareas mientras salvo a Cigoto de un suicidio inminente y le vigilo el rabo de la a que siempre parece una o. Y al final todo es igual. La niña protesta, yo amenazo, el hermanísimo consigue abrir el baño y lanzarse cabeza abajo a la bañera… Y entonces pensar en rebuscar en los altillos o respirar me parecen tareas innecesarias y hasta frívolas. Y quién coge una regla metálica –que son las que tenemos en casa- para hacer el cuadrante con el pequeño pelirrojo lampón por clavársela en el esternón o apuñalar a la hermana mientras descompone el número 8 y protesta ‘por que es que no quiero hacer los debereeees’. No se puede.

Entonces llama mi madre y me propone tirarnos a las calles y aunque tengo pendiente la lectura del Letrilandia de los huevos, los baños pelirrojos con espuma e inundación, la casa pocilguera, el trabajo extra y un alisado de pelo para no parecer Cindy Louper mañana en el curro, le digo que sí. Y huimos en pandilla. Y damos un paseo, comemos churros, los pelirrojos corren, nos resfriamos con la ventolera y nos reímos.

Mañana será otro día. Y ese sí que lo voy a hacer bien…