lunes, 28 de noviembre de 2016

Pasados por agua


La lluvia, como el ventolín o las manualidades, es uno de los peores enemigos de las madres, imagino que no para las irlandesas acostumbradas a estos asuntos, pero para mí que no tengo capacidad para sostener un paraguas sin mojarme la espalda a goterones y taladrarle los ojos a los transeúntes, y que voy con dos pelirrojos dementes, lampones por saltar en charcos y pillar una pulmonía, el tema se complica mucho. Pero mucho.

Luego está el asunto éste de haber perdido la cabeza, de no medir las consecuencias ni los metros y huir hacia delante siempre. Ante la duda, correr, aunque lo que haya enfrente sea un dragón de dos cabezas.

Así el otro día, que el cielo estaba gris tirando a negro tizón me lancé a recoger a los pelirrojos del comedor sin un paraguas que echarme a la boca ni un impermeable ni un na. A lo loco, que total eran quince minutos y no creía yo, oh ingenua de mí, que fuera a llover. Así que trinqué el carro del hermanísimo y enfilé el camino al colegio, como siempre sin aliento que una tiene ya una edad para el ejercicio físico y el estrés de llegar siempre tarde y poco después de torcer la esquina, empezó a llover.

Una persona normal se hubiera dado la vuelta, pero yo y mis neuronas fritas por la maternidad seguimos hasta el colegio para llegar a la puerta hecha una sopa. Llegados a este punto, la persona normal se hubiera quedado en el colegio a esperar, hubiera llamado un taxi o se hubiera sincronizado los chakras a cobijo, pero yo ante la duda, cogí a los pelirrojos y me tiré a las calles donde llovía tanto que ni se veía.

Yo no sé por qué hago estas cosas, es como cuando me mato a verduras crudas y por la noche me zampo un donuts. Imagino que todo empezó con la primera contracción y el apagón neuronal, la cuestión es que me pareció una buena idea lanzarme a la aventura con los dos pelirrojos llenos de tomate, con un solo miniparaguas de las Tortugas Ninja que le habíamos mangado a una madre del cole y con el carro empapado nivel fiesta de la espuma.

Y nos lanzamos calle abajo, tragando agua como en natación, el niño llorando amargamente porque quería bajarse del carro y navegar en los charcos y entre quejidos de dolorosa, tragaba dos bocanadas de agua de lluvia y se lamía los goterones que le caían del flequillo porque meterse bajo la capota era para él lo más parecido a la muerte.

La pelirroja que era la única que llevaba paraguas iba la más mojada de todos. Con su desparpajo habitual se iba metiendo en todos los charcos, si tenían barro mejor, y derrapando en cada esquina, con los leotardos llenos de bolsas de agua y clavándome el paraguas en el costado.

Yo, por mi parte, que en estos casos tiro de malhumor nivel violencia callejera iba maldiciendo mi suerte calle abajo, con la capucha de la parca puesta como un rapero del Bronx y con el vestido de felpa tan empapado que me pesaba como una cota de malla de las Cruzadas y me tiraba para atrás de los dos litros de agua que me habían caído en la espalda e iba como haciendo el pino puente, con el rimel corrido nivel me ha dejado el novio tres veces seguidas y abroncando al pelirrojo que sin capacidad de abrir los ojos de lo que le estaba cayendo a la criatura, trataba de ponerse de pie no sé si para invocar a la madre naturaleza o para tirarse de cabeza y terminar con el sufrimiento.

Al final llegamos a casa. Aún no sé ni cómo. Y me prometí que a la primera gota, me quedaría encerrada en casa como Rapunzel. Hasta la primavera.

Y aquí estamos. Llevo encerrada desde el viernes que empezó el diluvio universal y hoy es domingo. Eso son 72 horas. 72. 72. 72 horas. Hemos hecho trabajos manuales, me he dejado maquillar y hacer trenzas, he visto siete veces Toy Story, he cantado Yo soy Luna, he hecho pistas de carreras y castillos de trolls, hemos hecho un bizcocho manoseado, hemos puesto el árbol, hemos estudiado los dolores en inglés, me he comido una pizza de plastilina y soy oficialmente uno de los Vengadores.Con capa y todo.

No sabéis cómo echo de menos tragar agua.

lunes, 14 de noviembre de 2016

Los cazadores de libros y el mal perder


Yo soy mucho de venirme arriba, imagino para mantener viva la esperanza en un mundo mejor y en un día que no acabe conmigo arrastrándome por el pasillo y debatiéndome a las once de la noche entre el ataque de nervios y el coma, vamos lo habitual.

Así que el sábado por la mañana, que el pater trabajaba y yo estaba sola al frente del abismo pelirrojil, decidí, por aquello de que había tenido una semana horrible, buscar un colofón final digno de aplauso y lanzarme a la calle en plan madre kamikaze a participar en el buscador de libros, una iniciativa para niños y jovenzuelos que consistía en encontrar libros que habían sido previamente escondidos por las calles, con un mapa interactivo donde estaban señaladas las diferentes ubicaciones para ansiedad paternal.

La idea, así a priori, de lanzarme a ese infierno sola con la prole era para echarse a temblar pero así soy yo, una rebelde, y me tiré a las calles un cuarto de hora antes para estar preparados y lanzarnos a la búsqueda con éxito.

Cogí el carro del hermanísimo por aquello de ir más deprisa, que la pelirroja que tenía la competitividad por las nubes decía que el benjamín era un ‘paquete’ que nos iba a retrasar, como si ella fuera Usain Bolt, así que lo metimos en el carro lisiado que va por libre y tuerce las ruedas cuando cree oportuno y nos lanzamos a la aventura a trompicones.

He de confesar que yo soy esa mujer de los chistes machistas que no tiene huevos de interpretar un mapa y entre eso y que tengo móvil nuevo –oh, Blackberry cuánto te echo de menos- aquello era un despropósito de mapas y referencias que cambiaban de sitio cuando ampliaba  la pantalla y calles que se ponían del derecho y del revés y todo muy horrible como si estuviera en el Laberinto de David Bowie. Así que mientras yo me peleaba con la pantalla, la pelirroja empujaba el carro corriendo como si se nos quemara el puchero, derrapando por las calles y atropellando ancianos ociosos y a otros niños malvados que también buscaban lo mismo. Luego, una vez decidido el trayecto, cambiábamos las tornas y la primogénita corría dejándose las rodillas por las esquinas y yo empujaba el carro poseído mientras unos globos contra la diabetes que unos voluntarios nos habían endiñado a traición y anudado al manillar, me iban dando golpes en la cara ininterrumpidamente como en un episodio de Humor Amarillo.

El hermanísimo que había oído algo de encontrar un tesoro también estaba poseído por un instinto demencial y sabedor de que su hermana le había dicho que era un paquete, se resignó a quedarse en el carro, eso sí, de pie, dando instrucciones de ‘máz depriza, mázzzz’ y dificultándome la visión que ya era de por sí limitada con los dos globos que me tenían sin aire lamiendo plástico desde las doce.
Sobra decir que no encontramos ningún libro. De hecho creo que sólo llegamos correctamente a una de las ubicaciones para ver a una niña de trenzas perfectas ser fotografiada con el premio por sus padres lamiosos y nosotros, tres malos perdedores envidiosos, más enfurecidos a cada rato.
Hora y media después, decidimos abandonar el asunto, cabizbajos y deprimidos y para paliar la tristeza nos fuimos al McDonalds a matarnos a carbohidratos  como si acabáramos de llegar de la guerra, sudando como pollos a pesar del frío y con cara de dibujos de Tim Burton, tanta pena debíamos de dar que hasta nos regalaron un helado a cada uno.

‘Eso va a ser que nos han visto lo bien que lo hemos hecho, mamá’ –me dijo la pelirroja entusiasmada.

Y fue ver la cara del camarero que nos miraba con infinita compasión, como si acabáramos de cruzar el mar en una patera, que tuve claro que sí que nos había visto.

Porca miseria.

lunes, 7 de noviembre de 2016

Yo quiero ser una instablogger


Nunca he sido Olivia Palermo, para qué nos vamos a engañar, pero hace mucho mucho tiempo en un país muy lejano, o sea antes de la maternidad, yo era una chica que siempre iba arregladita y todo lo sofisticada que se podía, devoraba las revistas de moda y cazaba todas las tendencias antes de que estuvieran en las tiendas. Así era yo, una visionaria. Y mira tú, me gustaba.

Como ya no tengo tiempo ni de echarme crema en las piernas resecas como mojamas y las revistas se me caducan y antes de que pueda siquiera ojearlas, me las pintorrean con ceras de las gordas de ésas que son capaces de cubrir una existencia entera, como ahora si no fuera por Clara Delavigne me llamarían la yeticejuda y como apenas tengo tiempo para repintarme las uñas encima de los desconchones a lo travesti trasnochado o anciana con cataratas, mi única relación con el mundo de la moda y el glamour es Instagram y algunos blogs molones que me da tiempo a mirar en el móvil y a empujones mientras recojo a los niños del cole o hago cola en el cajero.

Y allí me embeleso con bloggers monísimas de cuerpos perfectos y modelitos ideales, que toman zumos détox que seguramente saben a mierda pero que tienen los colores del arcoiris y los toman en sus casas blancas e impolutas llenas de cactus minimalistas y rollo zen y que encima tienen unos pelucones que ríete tú de la Patiño mientras yo cepillo mis tres mechones de paja seca y me enyonkizo con un redbull light para que me dé la vida al menos hasta la hora de la caligrafía.

A veces trato de copiar alguno de sus estilismos pero al final la camisa siempre está lavándose o los pantalones sin planchar y dada mi falta de voluntad para planchar a las siete de la mañana –de ahí los looks centrifugados de los pelirrojos- me tengo que poner el pantalón con otra camiseta y al final acabo pareciendo una teenager majara. Otras veces me vengo arriba y me hago la plancha sin que sea un día especial ni nada, ahí a lo loco, y a las tres corridas calle Larios arriba y abajo, ya tengo el cogote mojado cual premenopáusica y se me empiezan a erizar los pelos en plan Lucía Etxebarría con resaca. Vamos, que no hay manera.

- Pero eso es porque no tienen hijos – me dijo una amiga-. Ya te digo yo que ésa con dos enanos a su alrededor ni détox ni détax… Y esos peinados y esa manicura, que no, que ya te digo yo que cuando sea madre se ve peor que nosotras.

Y yo me vine arriba cual callo envidiosa porque es verdad cuando una es madre se da cuenta del tiempo que tienen las nomadres incluso las que se quejan de que no lo tienen, que cuando una sale con la prole a la calle no puede ni hacerse un selfie en condiciones, como yo que salgo bizca porque con un ojo miro a la cámara y con el otro vigilo que el pelirrojo no se me despeñe escaleras abajo. Y, claro, así no hay manera de hacerse la interesante.

Y así sobrevivía feliz tachando a toda guapa del instagram de nomadre y augurándole un futuro de pelo crespo y ojeras infinitas y cafeína, mucha cafeína cuando decidiera darle a la procreación.

Pero cuando compartía estas declaraciones de madre calluna y envidiosa con otra amiga que también había perdido el brillo de los ojos y la lozanía del trasero con la maternidad para que se viniera arriba, me soltó a bocajarro ‘Pero tú ¿cuánto tiempo llevas siguiéndolas? Si el pasado día de la madre todas pusieron fotos con sus retoños y prácticamente casi todas tienen. Precisamente, ésa que tanto te gusta tiene tres y uno de menos de un año’.

Y así fue como entré en depresión.