lunes, 22 de junio de 2015

Cosas que toda madre debería saber antes de ir a una fiesta escolar



1.- Las fiestas escolares son una lata, un hartura muy grande de canciones a grito limpio en plan gallinas de corral furiosas, de micrófonos que se acoplan y te rompen los tímpanos, de coreografías imposibles y escenarios decorados con muñecos gigantes de cartulina que te matan de una depresión a la segunda mirada y de barras de bar con hamburguesas crudas y colas interminables… todo ello, claro está, cuando no son tus retoños los que están sobre el escenario porque en ese momento, no sólo todo te parecerá fantástico, que ríete tú del Starlite de Marbella, sino que hasta la más coñazo de las poesías o canciones, te parecerán motivo de aplauso hasta desgastarte las palmas de las manos. Y no vitoreas porque el colegio es de monjas y eso no está bien visto.

2.- No importa lo pronto que llegues para coger un buen sitio, siempre hay dos millones de madres que llegan antes que tú, cargadas como si fueran a emprender una travesía por el mar angosto y que se ve que han pasado la noche guardando cola frente a la verja como en un concierto de Pablo Alborán.

3.- Amarás a la señorita sobre todas las cosas cuando la veas dándolo todo con los pequeños haciendo aspavientos frente al escenario y la venerarás por haberle enseñado dos folios de poesía a la niña, cuando tú no consigues ni que memorice el teléfono de casa.

4.- Es fundamental en toda fiesta que se precie haya una media de dos millones de madres grabando la actuación, una siempre justo delante de ti, que colocará el móvil de tamaño industrial delante de tu cara para que sólo puedas ver a tu niña bailando a través de su pantalla como en un concierto de Madonna o en una rueda de prensa de Rajoy. Y da igual que protestes o que inclines la cabeza, porque siempre habrá una videocámara, una cámara, un móvil y hasta una tablet para cortarte el rollo.

5.-  Llorarás. Digo si llorarás. Y a moco tendido. Da igual lo mal que lo hagan, las veces que se equivoquen o que lleves dos meses torturada con la maldita poesía en casa y que la sepas hasta recitar del revés como un cántico demoníaco, pero cuando la ves allí con su birrete y su cara de emoción junto a sus amiguitos y cantando con los bracitos en alto, te morirás de orgullo como si en lugar del diploma de infantil le hubieran dado el Nobel de Química.

6.- Da igual lo guay que creas ser, al final acabarás enviando el vídeo de tu retoño cantando en su graduación con su traje de graduado y su diploma de niño mayor, al menos, a tres grupos de whatssap. No somos nadie.

lunes, 15 de junio de 2015

Cómo reconocer a una madre de fiesta


1.- Cuando una madre va de fiesta no se compra un vestido sino cuatro no porque haya cobrado la paga extra sino porque a) no sabe qué se lleva desde 1997 b) ya no reconoce su cuerpo y no tiene ni idea ni de los cortes ni colores que le favorecen con estas nuevas caderas que se agenció en el posparto y este color de enferma terminal y c) probarse prendas con dos boicoteadores lamespejos, balanceándose cual tarzanes en las tirantas de los vestidos de fiesta es prácticamente imposible cuando no peligroso para tu derecho de admisión en las tiendas del grupo Inditex.

2. - Cuando una madre va de fiesta precisa de más negociaciones con las abuelas canguro que los políticos en los pactos de investidura. Hojas de ruta, cesiones, intercambios de favores, cambios en el programa inicial y así hasta conseguir lanzar a los hijos a una hora prudente para que te dé tiempo a una restauración física completa y recogerlos al día siguiente una vez superada la resaca. Nunca antes. Aunque siempre hay una abuela canguro que llama dos millones de veces 'porque el niño quería hablar contigo' aunque sean las tres de la mañana y el niño tenga siete meses.

3.- Cuando una madre va de fiesta se viene arriba y se sube a unos tacones por encima de sus posibilidades, la suerte es que una madre siempre tiene un plan b en forma de manoletinas o de bailar descalza a lo Remedios Amaya, que el rollo slow se lleva mucho.

4.- Cuando una madre va de fiesta se lo bebe todo y lo baila todo como si fuera una abuela en una boda pero con más ansiedad, que nunca se sabe cuándo va a poder una repetir la hazaña fiestera.

5.- Cuando una madre va de fiesta no conoce ninguna canción a no ser que esté apuntada al gimnasio o tenga la radio del coche libre de los cantajuegos, Abraham Mateo, Violetta o los gemelos insoportables. Casi ná. Pero bailar las baila todas. Como si fuera su último día sobre la tierra.

6.- Cuando una madre va de fiesta se levanta como si acabaran de arrancarle todos los órganos vitales con un aspirador, ronca como un marinero fornido y aguardientoso y con la cabeza como si pesara dos mil toneladas. Con suerte la resaca sólo le durará una semana. O dos. Pero y lo bien...


lunes, 8 de junio de 2015

La importancia del bolso de mano



Desde que soy madre y voy por la vida con el pelo crespo, me he vuelto una envidiosa. Fíjate que no hay cosa que menos me guste en esta vida que los envidiosos y las espinacas, pero dado que el endocrino me obliga a tomar espinacas, me he venido arriba y ahora todo son almuerzos ingratos y envidias insanas, que puestos a romper principios, mejor romperlos en bloque en plan catarsis chunga.

A mí siempre me han gustados los culos prietos y las piernas sin un gramo de celulitis, pero no en plan viejo sátiro de playa sino en plan entregaría el alma de mis bisnietos a cambio de tu cuerpo de modelo, pero era una cosa asumida y tampoco es plan de torturar a mi madre por esta genética de saldo que me ha dejado en herencia, así que una se disfrazaba con sus vestiditos monos de verano, sus biquinis estratégicos, sus borsalinos y panamás y sus gafas de espejo de fíjate lo guay que soy y al final acababa creyéndome que mis muslos eran como los de la guiri piernas de acero de la hamaca de al lado.

Pero claro, ahora que soy madre no tengo tiempo ni ganas ni fuerzas ni na de na para el postureo, que a fin de cuentas era lo que me salvaba. Y ahora mientras la nomadre generalmente perfecta que me toca al lado se unta en aceite de coco con su manicura recién estrenada y posturea, yo persigo pelirrojos enyesándolos en factor 50, transporto manguitos, toallas de Spiderman, balones y cubitos llenos de arena. Y así no hay postureo posible, porque por mucho glamour que tenga o quiera aparentar tener una, lo pierde al agacharse sudando como un pollo para cambiarle el bañador a la niña sin que se llene de arena las trompas de falopio, inflando manguitos a destajo o tumbándose (jaja) en una fabulosa toalla pareo empapada en arena mojada.

O voy de paseo y veo a las nomadres de pelo planchado y bolso de mano contoneándose como yo misma quisiera contonearme si pudiera llevar un bolso de mano en algún otro sitio que no fuera entre los dientes o en la entrepierna y se sientan a mi lado en una terraza y piden un gin tonic y se creen guays porque pueden hablar dos horas y media de un mensaje de whatssap y todas sus posibles interpretaciones y sobre pactos de gobierno y pasarelas de moda, mientras yo, que tengo el pelo como el enano del Señor de los Anillos y la cara desencajada de agotamiento extremo tengo que pelar aceitunas y partir gominolas y poner la voz de Peppa Pig y hasta hacer el ronquido ése terrible para tener al aspirante entretenido y que no le tire el vaso a los transeúntes o arranque la sombrilla de dos mil toneladas de cuajo. No hay derecho.

Y entonces me vuelvo muy loca por aquello de la falta de sueño y de carbohidratos y fantaseo con plantarme frente a ellas, darle su bolso de mano ideal de la muerte a Cigoto para que lo revolee o le vacíe medio botellín de agua dentro o se lo coma y les escupa dos gominolas a los ojos y dejarles claro que no es que ellas sean más guays ni más presumidas que yo, lo que ocurre es que el tiempo que dedican a sus cuerpos serranos lo tengo yo que emplear en mantener a dos pelirrojos con vida, que yo era tan o más guay que ellas y sus cejas perfectas, que mis bolsos de mano eran todavía más bonitos y que me gustaría verlas con dos vástagos a las espaldas a ver si podrían mantener esa melena y esas uñas perfectas y sobre todo ese postureo cuando la primogénita les gritara desde el baño de la terraza que ha terminado de hacer caca o el pelirrojo les vomitara el almuerzo en el regazo. Hombre ya.

Luego, me doy cuenta de que las pobres criaturas no me han hecho nada, de hecho hasta han sonreído amablemente cuando el hermanísimo intentó arrancar las extensiones... y al final hasta me acabo compadeciendo de pensar lo que aún les queda por delante cuando esas dos horas que ahora dedican a descifrar el mensaje de un follamigo lo tengan que emplear en calmar cólicos, ir a tutorías o hacer copiados a destajo.

Luego, cual perturbada pienso que cuando eso les llegue yo ya tendré niños adolescentes y podré renacer cual ave fénix y volver a usar bolso de mano y hablar dos horas de cualquier majaronada mientras ellas parten aceitunas y gominolas. Entonces me vengo arriba, me pinto los labios de fucsia como las modernas y me recoloco mis gafas de sol y les sonrío en plan 'soy vuestro fantasma del futuro' y me quedo en paz.

Pues eso, que voy a ir al psicólogo.


lunes, 1 de junio de 2015

El Ratoncito Pérez y otras maneras de morir



La vida está llena de complicaciones para los padres, imagino que para castigarnos por traer al mundo niños gritones que arruinan la paz de los demás, como ayer en la playa, que a una guiri que leía feliz en su hamaca casi le da un ictus cuando nos vio aparecer con los pelirrojos y dos millones de trastos e instalarnos a su lado a darle el día, con lo contenta que estaba. Indudablemente, y teniendo en cuenta que se comió de tres a cuatro palazos de arena, merecíamos un correctivo.  Como siempre.
  
Nosotros complicaciones tenemos muchas porque llevamos una vida muy mala de estreses variados y porque nos gustan las comedias extremas y los dramas y los aspavientos como si fuéramos una obra de Lorca, así que cuando la pelirroja me mandó un vídeo al trabajo anunciándome que se le movía un diente, me temí lo peor. En breve iba a tener que encarnar al Ratoncito Pérez con lo poco que me gustan a mí lo roedores y la ansiedad tan mala que me da actuar con nocturnidad y alevosía con el corazón al borde del infarto de pensar que me van a pillar. Que es ver una película de ladrones y tener que esconderme en el baño cuando sortean las alarmas y las luces ésas como láseres para hacerse con el diamante más valioso del mundo, así que imaginaros la noche de Reyes, que me tengo que tomar tres tilas antes de inflar el primer globo.

 Bueno, pues ahora además de Papa Noel y Rey Mago también me toca ser Ratoncito Pérez, en una tripolaridad la mar de mala de engaños y subterfugios hacia la prole, de esperar hasta la madrugada para que estén bien dormidos, pegando cabezadas en el sofá como una octogenaria con el cuello estrosaíto, de comprobar que no hay moros en la costa, de colocar los regalos andando de puntillas, de sudor frío en la frente y de ver tu vida pasar delante de tus ojos cada vez que se mueven u osan a darse la vuelta en la cama para dejarte infartada viva.

 La pelirroja como no escatima en esfuerzos para tenerme al borde del colapso decidió que el diente se le caería en festivo y de noche, para que no pudiéramos preparar nada, que a ver que no es que fuera a hacerle una recepción oficial al ratón pero qué menos que un sosiego y un pensar y un planear el asunto que era el primer diente y eso no es tema baladí.

Pero no, la niña decidió que un domingo a las nueve era el mejor día, así que la opción regalito estaba descartada y casi mejor porque yo soy una mujer de tradiciones y lo de las monedas me molaba más, pero claro, la idea era ponerle junto a cuatro o cinco euros, algunas chuches o algo para animarle el cotarro que yo por un incisivo muero. Así que una vez que la dormí hiperexcitada y con su ratón de fieltro con bolsillo atesorando el diente, me tocó tirarme a las calles con los ojos hundidos en la nuca de agotamiento extremo, a buscar un chino o un algo donde conseguir unas cuantas gominolas o piruletas o un paquete de Orbyt de eucalipto que el nivel iba bajando a medida que las pupilas se me empequeñecían.
  
Y lo logré, pero cuando llegué a la casa descubrimos que no teníamos apenas monedas, nada más que de las puercas y como la niña, que ya sabe de euros porque la seño lleva un mes trabajando con el asunto, se encontrara cuarenta céntimos debajo de la almohada no sólo me los tiraba a la cara sino que denunciaba al roedor a la Asociación de Consumidores por esta venta ilegal por debajo de los precios de mercado.
  
Total, que ante la idea de tener que volver a bajar en busca de cambio o de que bajara el pater y quedarme con el pelirrojo y la preparación de la pantomima a solas, optamos por dejarle un billete de 20 euracos, igual con suerte a la mañana siguiente le podríamos dar el cambiazo por uno de cinco una vez que lo metiera en la hucha. Como veis somos padres súper responsables y buena gente.
 
El proceso fue duro. Porque si hacer de Reyes es complicado, hacer de Ratoncito Pérez y tener que meter la mano debajo de la almohada entre los tirabuzones pelirrojos es de nota. Luego tienes que meter el dinero y los caramelos nuevamente bajo la almohada en el mismo sitio, a no ser que justo cuando vayas a hacerlo, la niña te coloque la cabeza en tu zona de acceso así que te toca encalomarte con la espalda fracturada para llegar al otro extremo sin tocarla siquiera, no vayas a despertarla, para que justo entonces pises a la Barbie Costurera y ésta empiece a cantar como una loca mientras la pelirroja se mueve a un lado y al otro y el pelirrojo toca palmas desde el pasillo.
  
Por suerte no se despertó ni por el trasteo ni por la música ni por la bola de caramelos que levantaba la almohada y que imagino que dejó a la niña con las cervicales para el arrastre, pero dadas las prioridades, eso era una mal menor. Daños colaterales lo llaman.

El problema fue que en a las cinco de la mañana mientras maldormía, me acordé de que la pelirroja había colocado queso y galletas para el ratón y me levanté como alma que lleva el diablo para tirarlo antes de que se despertara, que un desprecio así del roedor le hubiera partido el corazón. Pero justo mientras cogía los trozos vi a la niña moverse más de la cuenta y tratar de abrir un ojo con el tiempo justo de meterme en la boca los trozos manoseados de queso y dos restos de galleta y engullirlos como un rumiante antes de que la niña me pillara con la manos en la masa.

Pero no, al final la muy perraca no abrió los ojos y yo me volví a acostar con la sien derecha latiendo y el sentimiento de culpa de haber roto la dieta a caraperro y de una manera tan triste. Como recompensa, la niña no cabía en sí de gozo cuando despertó y vio que el Ratoncito Pérez había llegado y yo, también, de pensar que habíamos superado la prueba con éxito. Eso sí la alegría me duró hasta dos días después cuando a través del móvil del páter me mandó un vídeo al trabajo con cara de psicópata emocionada para anunciarme que ahora se le movía otro diente...