lunes, 30 de noviembre de 2015

Tipos de cansancio maternal



El estado natural de toda madre que se precie, además de la locura, claro está, es el del agotamiento físico, mental y hasta emocional si me apuran, que dormir poco y estresarse mucho es lo que tiene, que te deja los biorritmos como los de un cadáver del siglo XIX, el pelo sin brillo y las pupilas desquiciadas al fondo de las cuencas.

Por eso, al igual que los esquimales distinguen entre más de 30 tipos de color blanco porque las criaturas no ven otra cosa desde las ventanas de su iglú, nosotras distinguimos entre varios tipos de cansancio dentro de un mundo de constantes vitales bajo cero.

He aquí algunos tipos:
 
Sueño infernal. Da igual que la alarma del móvil te diga que te vas a llevar ocho horas de sueño en el body. O no te dejan echarlo a pierna suelta con biberones, chupetes, miedos y pipís o los echas pero no los notas. Duermes pero no descansas. Y vas por la calle con los ojos empequeñecidos cual puñadas en un tomate, loca por dar una cabezada en la mesa de la oficina o en el hombro del compañero de autobús o hacerte la muerta junto a la fotocopiadora hasta la hora de dormir.

Subida al Everest. Es un cansancio más físico, que bien puede estar justificado con las idas y venidas al colegio, al fútbol, a la catequesis o al baile regional o simplemente porque el cuerpo se planta en modo agotamiento on y se niega a funcionar más. Este cansancio puede hasta incluir agujetas y lesiones no identificadas y no se elimina a no ser que te dés una cura de sueño de dos lustros.

Agotamiento extremo. Para que nos entendamos, ésta es la sensación de un martes de verano a las cuatro y media de la tarde llegando a pie de hacer la megacompra en el Mercadona por una avenida soleada. Pues lo mismo pero siempre. Con este agotamiento no es que quieras acostarte es que sólo te quedan fuerzas para que te induzcan un coma o para tirarte al suelo boca abajo y babear.

El cansancio camuflado. Esto es cuando para evitar arrastrarte hasta el cumpleaños de la amiguita del cole de la pelirroja con cara de cadáver y que te ingresen antes de que saquen la tarta, ingieres cantidades no recomendadas de red bull, pharmaton y otras lindezas y entras en un estado de euforia yonqui y descanso ficticio, así lo das todo creyéndote recuperada y hasta eres capaz de mantener tres conversaciones a la vez y rescatar a siete niños al borde de la asfixia en el parque de bolas para luego, una vez que te bajen de golpe los niveles de cafeína y ginseng en sangre, caer desfallecida sobre la merienda en plan dama de sushi y que tengan que levantarte los de la grúa para llevarte a casa a acabar de morir.

Shock multiorgánico. Te puede asaltar en cualquier momento y lugar, se parece a estar enfermo y se caracteriza por dejarte al borde del coma, como si estuvieras incubando el Ébola, pero en peor. Te duele la cabeza, te pesan los brazos y te asaltan las dudas sobre si vas a morir en la próxima media hora. Pero no. Pasas un par de días esperando la llegada de la gripe o de la muerte, pero al final renaces como si nada hubiera pasado. Hasta el próximo pase.

Modo resacón. Este modelo es más de la primera etapa de la maternidad cuando los niños duermen a ratos y te pasas las noches calentando biberones, cantando nanas desafinadas y maldiciendo tu estampa y las mañanas medio zombie con el estómago del revés, la jaqueca martilleándote la sien y cara de haberte bebido cuatro destilerías escocesas, aunque no bebas una gota desde 1997. Como aquellas nocheviejas de mozuela en las que tus amigas te obligaban a quedarte hasta que amaneciera y a tomarte dos churros fríos para desayunar y volvías a casa envuelta en el chal cual chulapa, muerta de frío, dando traspiés con los tacones y ‘estrosaíta’ viva. Pues más o menos igual, pero cambiando la juerga por tres bocanadas de leche agria regurgitada en la cara.

¿Cuál es el tuyo? A mí, me los pone todos, por favor.




lunes, 23 de noviembre de 2015

Yo tenía un novio



Yo tenía un novio, mire usted. Y nos cogíamos de la mano y nos mirábamos a los ojos y hacíamos todas esas cosas que hacen los novios, hablábamos largas charlas místicas con una copa de vino -'u tres'-, veíamos temporadas de series completas en maratones interminables, hacíamos escapadas y viajes, salíamos de juerga y lo dábamos todo y, en definitiva, éramos una pareja molona.

Pero claro, una se metió en esto de la maternidad así a lo loco y ahora ni tiene novio ni tiene ná o lo que es peor, en su lugar, tiene dos mininovios, pelirrojos y menores de edad, posesivos, gritones y de manos pegajosas, que me persiguen cual psicópatas, me llenan el bolso de gusanitos chupados, piruletas abiertas y restos de muñecos Kinder -hasta medio nuggets tieso me encontré el otro día al llegar a la ofi enganchados en las llaves, pero me hice la tonta y lo empujé al fondo para que no pensaran que soy una diógenes o una guarrindongui o una bulímica que precisa tener carbohidratos a mano- y se maquillan como apaches con mi barra de labios nueva, incrustándosela en las pupilas si hace falta y provocando el microinfarto familiar y el empadronamiento en la sala de urgencias del Materno.

Así, una ni puede tener novio ni depilación exhaustiva ni cordura mental, y el que era mi novio, criatura -que también vive con nosotros y sufre como yo el mal del pelirrojismo y la bimaternidad- me mira con ojitos de cordero degollado, a sabiendas de que ha pasado de ser el amore a ser el pater, pero no por nuestra elección, dios nos libre, sino porque esto de ser una pandilla no da tregua para el romanticismo.

Pero luchamos, digo si luchamos, y los fines de semana antes de las nueve ya los tenemos bañados y repeinados al estilo florido pensil y cenados, listos para encamarlos y poder disfrutar de una cenita a dos y ver una peli bajo la manta de las dos mil toneladas. Pero ni mijita. Siempre pasa algo y las opciones son ilimitadas. La opción número uno es que se nieguen a dormir y tengamos que meternos con ellos en la cama para que se crean que vamos a dormir todos y cuando por fin lo logramos, salir con los ojitos güertos y el cuerpecito cortado de dar dos cabezadas para fingir que tenemos ganas de otra cosa que no sea tirarnos a roncar cual lirones.

Otra opción es que se duerman y que al minuto aparezcan corriendo y muertos de risa por el pasillo como si fueran una aparición mariana y se nos acoplen a la mesa para poner cara de asco de nuestra comida, en el caso de la primogénita, o para tratar de comérselo todo y escupirlo después en plan rumiante de las praderas, en el caso del hermanísimo.

También podemos sucumbir a los encantos del fin de semana y ponerles una peli en su cuarto, para que a los diez minutos ya estén pidiendo sitio en nuestro sofá y cobijo paternal y ante el riesgo de dejarlos traumatizados con la interesantísima película europea que estábamos viendo, decidir cambiar de canal, a ver si con suerte en el clan están echando un chiguagua en cualquier sitio y así poder arrancarme los ojos de las cuencas.

Otras veces, el entusiasmo de la pelirroja por ver algo en familia es tan elevado que ni siquiera lo intentamos y nos preparamos para poder ver Los Descendientes en bucle, mientras Cigoto coquetea con la muerte subido a la mesa y el pater me mira como un novio furtivo y yo le guiño un ojo de soslayo, separados por una carabina de metro treinta con un bol de palomitas XL.

La otra opción es escaparse el finde y lanzarlo con las abuelas para que no haya intromisión posible, pero claro, también es arma de doble filo y no sólo porque se pasan la noche mandándote audios terroríficos desde el primer móvil que pillan sino que a la mañana siguiente con el cuerpo rotito del trasnoche que una ni se acordaba de qué iba el asunto, hay que ir a recogerlos. Y hacer de madre con resaca es algo muy duro.

Así que a la espera de que se nos casen y nos dejen vivir, el pater y yo nos mandamos whatssaps secretos y hablamos en la hora del desayuno del curro como si fuéramos dos novios de estreno y a veces en un alarde de romanticismo me da la mano en la cocina mientras hace la cena y hasta me sorprendo de lo grande que es acostumbrada a las manitas regordetas de los herederos o me da un beso y la pelirroja se muere de la risa.

Al menos, algo debemos andar haciendo bien porque luego la primogénita me cuenta que cuando sea mayor será como yo -pobre criatura condenada a la dieta Dukan y a la bipolaridad- y que se echará un novio bueno y guapo como el pater y que tendrá una familia como la nuestra pero que para que no nos pongamos tristes, vivirán todos allí mismo, en mi salón y que ella y su novio dormirán en una cama grande junto a la mía y a la del hermano, que también tendrá a su novia bajo nuestro techo, para que vivamos todos siempre juntos y felices 'por ziempre jamaz'. Y yo le sonrío con los ojos espantados, mientras me debato entre jalarme una tableta de Suchard o ponerme una pastilla debajo de la lengua.


lunes, 16 de noviembre de 2015

Entrenamiento rural


Como primer paso de nuestro yunquerismo fraudulento, el sábado nos fuimos al campo. A lo loco. Me llamó mi hermana que está loca por trincar un rayo sol y me lo propuso esperando de mí un grito de horror pero como ahora soy slow y me debo al mundo rural, dije que sí, total una debe acostumbrarse al senderismo y a las alimañas del bosque si va a hacerse ermitaña un día de estos, así que me tiré al armario en busca de algún atuendo adecuado para la ocasión.

Yo no tengo chándal por principios, ni pitillos ni nada ligeramente deportivo que no sean los culottes que me compré cuando me dio por el spinning y que tienen culo propio, como si no tuviera una suficiente con el suyo, y poco más. Los vaqueros estaban descartados porque los míos son más bien estrechos tirando a “en realidad usted tiene una talla más” y no era plan de perforarme la pleura frente a un olivo y darle un mal rato a los domingueros. Pero por suerte descubrí un pantalón de H&M de esos que una nunca sabe si es un pijama o un chándal y me lo coloqué con una camiseta de leopardo que es la única cosa de manga corta que tenía a mano y que me daba un aspecto muy de extrarradio o de simpatizante de Camela, pero mire usted, en el campo todos los gatos son pardos.

Y allá nos fuimos, todos disfrazados, porque en esta casa éramos muy urbanos y no teníamos fondo de armario campestre, a tirarnos al monte como los maquis, eso sí, previa hora de carretera por los montes de Málaga con el estómago en la nuca. La primogénita preparada con dos litros de Biodramina en sangre, pero el aspirante, que nunca se había mareado, iba a pelo y se tornó verdoso a mitad del camino, vomitando todo lo que tenía que vomitar. Y un poco más.

Pero aquello no nos iba a amedrentar con lo contenta que iba yo con mi gorra y mi cara de campestre novata, aunque como somos unos gafes, cuando llegamos a la zona de ‘esparcimiento’ en lugar de las mesas habituales, sólo estaban las patas porque al parecer estaban desmantelándolas para cambiarlas así que no había donde sentarse más que tirados en el suelo en plan 15-M o sobres las futuras patas para perder la virginidad o tontear con un desgarramiento anal.

Así que improvisamos un campamento horrible, con tablones llenos de hormigas que colocamos sobre las patas y que cuando nos sentábamos se torcían cual balancín y acababan lanzando la tabla por los aires para terror de los otros campestres que vieron amenazada su integridad física como quince veces, dieciséis si contamos cuando Cigoto lanzó un tarugo de leña contra el campamento colindante para desfogar su lado pandillero para terror de una señora que casi se cae en su propia paellera.

Por supuesto, allí de slow no había nada o igual sí lo había antes de llegar nosotros, quién sabe, con tanto niño corriendo, la parrilla lampona por achicharrarnos la cara, el pantalón pijama arrastrando una hilera de piñas y la pelirroja con su agilidad limitada mordiendo el polvo por todos los terraplenes con cara de horror.

Pero en el mundo rural, el ánimo nunca decae y mi hermana nos llevó de excursión a coger piñas y madroños, donde estuve a punto de encontrar la muerte clavándome una rama en la sien, pero emocionada con los bolsillos de la parka llenos de madroños y una bolsa llena de setas preciosas que nos encontrábamos por el camino junto a flores espantosas y restos de lo que parecían piñas devoradas por un jabalí que me iba dando el niñerío a modo de trofeo campestre mientras se daban leñazos contra todo arbusto existente y yo me infartaba por las esquinas.

El único que parecía haberse criado en el campo era el aspirante, mire usted, qué clase para apartar matojos, agacharse en el momento justo y hasta rodar cual croqueta para evitar un peligro mayor. Hasta que en un traspiés se desolló toda la barriga con las hojas secas y le vio los ojos a la muerte y yo para rescatarlo, también, con el consecuente despachurramiento de madroños bolsilleros que se convirtieron en una masa amarillenta y pegajosa que acabó traspasando la parka y el pantalón pijamero y haciéndome una especie de mascarilla natural sobre la pistolera derecha para cachondeo general del personal, sobre todo del pater, que encima me tiró las setas con la ilusión que yo tenía en el cuerpo, porque al parecer no eran aptas para el consumo.

Con estas y otras magulladuras más, llegamos a casa siete horas después de haber salido, con los pelos foscos y semicardados de los enganchamientos sorpresa con la arboleda,  con suciedad para repellar dos casas, con olor a candela en las entrañas, tres madroños pegajosos que sobrevivieron a la masacre, un puñado de aceitunas verdes en un vaso de Peppa Pig y la certeza de que en esta casa necesitamos más cultura campestre. 

Y un euromillón, claro, pero ésa es otra historia.

lunes, 9 de noviembre de 2015

Venirse arriba y otras prácticas peligrosas



Una podría rendirse y aceptar que sólo tiene fuerzas para abrir la puerta y tirarse en la entradita en plan cadáver del CSI, que entre los madrugones, los pelirrojos, el otoño, la alergia, los deberes y los virus que llevamos pegados a la espalda como una amenaza fantasma o un buitre de discoteca, una no tiene energía ni para mantener las constantes vitales en su sitio, que si no fuera por como me late el tic del ojo diría que en realidad soy un espectro.

Pero claro, una es madre y aunque quisiera pasarse las tardes mirando a la pared hermosamente decorada por los garabatos de Cigoto, en plan testigo principal de las películas de Antena 3 de ‘he tenido un shock traumático y como mucho puedo balancearme con los ojos fuera de las cuencas’, no puede, y no puede no por conciencia, dios me libre -que eso, como la depilación de cejas, es para las nomadres- sino porque la vida no te deja rendirte y babear en el sofá, y los pelirrojos, menos, con lo bien que me vendría a mí el balanceo para los nervios y las cervicales.

Así, que ante la idea de tener que ir sí o sí al parque a que la prole coquetee con la muerte y una infección por tétanos, al súper a ver a maris atascando los pasillos y paseando como si estuvieran en el paseo marítimo o a la mesa de torturas del salón a hacer los deberes del demonio, una prefiere no reptar luciendo cara de ánima de la Virgen del Carmen y la bola de pelo fosco asomando por detrás y, sobre todo, no andar dando cabezadas sobre el libro de caligrafía y las malditas m con rabito, así que hace lo peor que se puede hacer que es venirse arriba.

Como ahora me ha dado por la cutremeditación, el slow y el rollo hapiness fraudulento y bueno, la bipolaridad que una ya trae de casa, una pasa de la muerte por cansancio a los gritos en plan alien el octavo pasajero y de ahí al modo Xuxa o Torrebruno el amigo de los niños y me tomo una dosis extra de cafeína o de taurina y en lugar de ir a ritmo normal y hacer lo que se espera de una, me vengo arriba y en lugar de hacer los deberes me invento hacerlo de una forma más creativa incluyendo invenciones de cuentos, teatros improvisados y juegos variados para aprender las partes del cuerpo en inglés con acento de Canillas de Algaidas.

O en lugar de pasar la tarde en casa, dándole a los rayos catódicos o la flojería, me saco de la chistera un plan de chicas de compras para probarnos las nuevas colecciones  o de cine o de museos o de juegos y hacer un pack mortal de Monopoly, parchís y suicidio o de cualquier cosa que en ese momento parezca una maravillosa idea pero que absolutamente siempre resulta ser un infierno.

Así, me entusiasmo, los entusiasmo y nos tiramos a las calles para a mitad de camino empezar a tener un shock multiorgánico y los sudores fríos de premenopáusica de ver a Cigoto corriendo hacia la carretera lampón por tragarse un parabrisas o escalando por una farola mientras la pelirroja se enfada porque no estoy escuchando la historia de como Beatriz ya no se habla con Rodrigo, que ahora ya no juega con Nachete, cuando yo lo único que quiero es volver a casa y tirarme en la entradita y babear.

O cuando llego del trabajo y tengo una cita posterior y me vengo arriba y me quito el maquillaje, la pintura de uñas y vuelvo a lavarme el pelo y… en un momento mientras la pelirroja me suplica que la maquille, el hermanísimo mastica mi última barra de labios y me veo frente al espejo con mi cara de ‘en realidad usted está muerta’, me entra la flojera inicial y verdadera y me enfado por tener que volver a darme la chapa y pintura y a meterme la plancha con lo bien que estaba una, aunque con el rimel semicorrido pareciera un mapache enfermo y tuviera dos desconchones en la uña del anular.

O hacer un día en familia que suena a anuncio de Coca Cola family y que termina como el rosario de la aurora y conmigo en plan Mila Ximénez on fire, gritándole a los pelirrojos y al mundo y gastando mis últimas rayitas de vida y maná en mitad de calle Larios para sorpresa de los transeúntes que me miran entusiasmados, creyendo que formo parte de una performance o un teatro ambulante de neorrealismo italiano.

Pues eso, que reptar tan poco es tan malo y para los lumbares viene estupendamente.

lunes, 2 de noviembre de 2015

Quiero vivir en un pueblo



Quien me conozca creerá que miento porque a mí los pueblos me dan una tristeza muy mala de ésas de película europea que se te cogen al estómago, con sus cuestas de 45 grados, su bar de la plaza y sus viejecitas en las puertas haciendo punto. Que no digo yo que no sea una cosa bonita pero yo, que soy de salir y entrar, eso me da una ansiedad muy mala en plan Gran Hermano rural.

Pero claro, eso era cuando yo era libre y cuerda y cuando estaba en otra escala de la pirámide de Maslow, donde soñaba con un Loewe y un Birkin y no ahora que sólo quiero dormir, peinarme la bola de pelo que tengo por coleta o tumbarme bocabajo en el suelo a babear hasta el día del juicio final. Ahora ya no sueño con un Amazona,  de hecho sería capaz de patearlo hasta saltarle las costuras en uno de mis días de furia extrema cuando el tiempo máximo entre trabajo-colegio-catequesis-deberes-ducha y cena son de treinta a cuarenta segundos y me autogenero de dos a tres crisis de ansiedad, cuatro si nos toca caligrafía o nos encasquetan el libro viajero y la mascota deforme a la que hay que fotografiar como si fuera una celebritie de postín, con la de plancha que tiene una.

Entonces la idea de vivir en un pueblo recóndito se me antoja una idea paradisíaca pero no para ser una pueblerina moderna sino una tipo fundadora y sentarme en la puerta a hacer punto y tejer bufandas infinitas y tener una mesa de camilla y comer castañas y mirar fijamente a la chimenea haciéndome la muerta. Sin estreses, sin extraescolares, ni inglés de Cambrigde, ni dietas para entrar en las faldas de Inditex, ni retoques de manicura de última hora… O mejor aún, hacerme hippie y vivir en las afueras y tener a los niños asalvajados en el huerto, sin colegio, que aprender a leer estar sobrevalorado, hombre ya, y yo con mi taza de coca cola mirando al infinito con el semblante tranquilo a lo Meryl Streep y darle la mano al pater y preocuparse sólo de ser feliz.

La mamma, que también se ha sumado al yunquerismo, que es como hemos venido a denominar este movimiento, se ha inventado –porque a la mamma le encanta inventarse las cosas y luego defenderlas hasta la muerte-, que ahora está muy de moda que los pueblos busquen repoblarse y ofrecen casas gratis y trabajos y huertos ecológicos para los urbanitas descarrilados, entre ellos Yunquera, un pueblo de aquí de Málaga al que iba de pequeña de campamento y que según mi madre, no sólo te acogen y te lo dan todo sino que hasta viene la banda de música municipal a recibirte en plan Bienvenido Mr Marshall.

Por supuesto todo es mentira y en la web del Ayuntamiento –a la que he entrado por tontear, no se me alteren, que también me hice vegana durante dos días y medio y luego me comí un Big Mac- no dicen ni mu del plan repoblacional que defiende la mamma, pero en cambio sí he visto que nos invitan a todos los internautas a la inauguración del nuevo tanatorio, como si se tratara de la de un parque o un estadio de fútbol, como si fuera lo más normal del mundo eso de comerse unos canapés en tanatorio, pero luego he pensado que igual es mejor que no se trate de un pueblo convencional porque cuando nos vean llegar en pandilla con los Cantajuegos a toda pastilla, Cigoto pintando las paredes encaladas con rotuladores, los cuatro maletines de pinturas y los cajones de Barbies de la primogénita, el estrés pasivo del pater y mis crisis de ansiedad a lo Carmen Maura, nos echan antes que el tipo del bombo le dé tiempo a llegar a la plaza. Y no les culpo.