No sé si sería la anestesia epidural que evitó el
atontamiento prolongado de la otra vez o que una ya está acostumbrada al
malvivir maternal, no como en 2009 cuando yo venía de un mundo de lujos
horarios, cenitas románticas, fiesta y jaleo y maratones de películas y todo
parecía más estresante y agotador que ahora, que apenas si tengo tiempo para
peinarme… La cuestión es que esta vez todo fue sobre ruedas y es más, hasta
relajado diría yo, que no es tan difícil pasar de tener a una pelirroja
hiperactiva danzando alrededor día y noche a estar en una habitación de
hospital –que no parece de hospital- con un bebé que sólo duerme y pide el bibi,
visitas con las que hablar sin decir el clásico ‘espérateunmomentoquelaniñasemevaamatar’,
revistas y una televisión sólo para mí en la que el Disney Chanel ni se huele.
Así que cual Padrino fui recibiendo la visita de más de 70
personas –que las he contado- que venían a conocer al pequeño Nicolás y a dar
su veredicto sobre si sería pelirrojo o rubio o chino mandarín. Si se parecía a
la hermana, al pater o al ministro del aire, si tenía las manos grandes o
pequeñas, la cabeza redonda, los ojos más o menos azules o la risa del primo
segundo de parte de madre que vivía en el pueblo.
Nicolás fue bueno desde el primer día y sólo abría los ojos
para las tomas y a veces ni para eso, traía locas a las enfermeras del
hospital, sobre todo porque es un gordilirondi y redondito y lo trataban como a
un rey, visitándolo incluso cuando no tocaba, sólo por verlo por lo que mi
hipocondría estaba calmada ya que siempre había alguna a la que comerle la cabeza
con neuras variadas y que me mirara mitad con compasión, mitad con espanto ante
la mente tan perturbada que puedo llegar a tener.
Probablemente, el primer día fue el peor de todos porque
tuve que pasarme 24 horas tumbada mientras la gente me hablaba mirándome desde
arriba como si yo fuera Blancanieves en su urna de cristal y las enfermeras,
que debieron pensar que yo estaba muy sucia, vinieron a lo largo de aquella
tarde nada menos que tres veces a lavarme, en un jaleo de toallitas jabonosas,
levantándome las piernas que seguían ajenas a mi persona, obligándome a ponerme
de lado con ese dolor y sobre todo ese miedo infinito a que se me abriera mi
recién estrenada cicatriz, con miles de palanganas y toallas y compresas y un
infierno muy grande, que me hizo darme cuenta que si alguna vez soy una anciana
impedida voy a ser de ésas que no quieren lavarse nunca y se esconden de las
auxiliares detrás de los armarios oliendo el gel a lo lejos como quien huele
gas butano.
El problema vino cuando a las 24 horas tocaba levantarse y
descubrir si tenía el cuello de persona normal o no y una, que es cobarde por
naturaleza, como que no quería descubrirlo y tuvo que venir medio hospital,
incluido mi propio ginecólogo, que descubrió que seguía siendo la misma loca de
siempre para animarme a levantarme y andar, como el Lázaro aquél, aunque claro,
a él no le habían clavado una aguja en a espalda ni tenía la barriga abierta
como una víctima de la mafia colombiana. Y además contaba con ayuda divina.
Hay que explicar que desde un primer momento yo me sentí con
el cuello bien, pero claro, mientras estaba postrada en la cama decidí ponerme
mi fabulosa camisola de Minnie con gafas de sol para dar el golpe de cara a las
visitas y dejar de mostrarme tapada por la sábana pero como me dios me trajo al
mundo debajo, que una es una señora y se viste por los pies, y aunque me lo
puse tumbada con unas contorsiones que ni un niño chino del Circo del Sol, noté
algo al metérmelo por la cabeza y aunque no compartí mis locuras con nadie,
pensé que me había jodido el cuello.
Pero no me quedaba otra, así que antes de que acabaran
levantándome ellos, aproveché un hueco de treinta segundos sin visitas y con
ayuda del pater, decidí ponerme pie, con la agilidad de un octogenaria, supurando
miedo por todos sitios y sin dignidad alguna, que aún tenía colgando de la
nueva gigantobola enmarañada de pelo –sí, otra vez- el gorro verde del
quirófano, los sueros con su respectivo palo de Gandalf el gris, la sonda de ‘estáustedmuyenferma’,
las manosglobo y los piesglobo a lo Kim Kardashian… y todo con la cara de loca
de ‘seguroquemecaigoenredondoentressegundosymuero’…
Primero bajé una pierna, que ya volvía a ser mía, y luego la
otra y entonces traté de incorporarme agarrándome a las sábanas y al pater que
casi lo dejo sin camisa y a todo lo que pillé a mano para no tirar de mi nueva
herida de guerra maternal y haciendo todo tipo de sonidos de la selva, que
tuvieron que aterrorizar a toda la planta, me puse en pie para comprobar que
mis piernas eran del todo mías y además respondían a las órdenes de mi cerebro,
aunque tenía unos tobillos de metro y medio de diámetro nunca vistos hasta
entonces, que mi herida dolía mucho menos que la otra vez y que la cabeza
empezaba a darme vueltas…
‘No te asustes que es normal’ dijo el pater con una cara de
terror que lo delataba. ‘Es que llevas muchas horas tumbada y por eso te mareas’,
me decía con los ojos de un lemur lastimoso, mientras yo con cara de apio, lo
veía todo dando vueltas, pero antes de poder entrar en bucle de locura,
maldecir mi suerte y tirarme nuevamente a la cama; el pequeño Nicolás rompió a
llorar y casi sin darme cuenta, me giré para ver qué le pasaba y de pronto el
mundo se paró en sus ojos Y no volvió a moverse.
Esta vez todo había salido bien.