lunes, 27 de abril de 2015

La bondad de la prole y otros terrores



Una se queja -porque si no se queja no es una y además le sale un tumor cerebral de tanto estrés metido para adentro- porque sus retoños son unos malhechores que le tienen la casa como si hubiera sufrido un terremoto, porque hay que dejarse la vida y las entrañas para que recojan sus juguetes o hagan los deberes o se metan en la bañera sin decir esta boca es mía o dejen de complicarle a una la vida un domingo a las diez de la noche... y eso es para quejarse. Para quejarse y para ponerle una hoja de reclamaciones a la cigüeña por publicidad engañosa.

Sin embargo, a veces la prole se compadece de una, con esta cara de loca que se me está poniendo, siempre con los ojos chicos en plan furia nivel ocho, y trata de hacer el bien presuntamente para contentarme, y entonces la divina providencia y la cigüeña, unas hijas de su madre ambas dos, se parten de risa al ver los resultados de tanta bondad que generalmente son infinitamente peores que la maldad en sí misma. Un juego de palabras del destino, mire usted.

Como cuando en plan amor amor, para compensarme 'por todo lo que hacez' me confecciona un improvisado collar con un cordón de lana de color de rata muerta y cuatro presuntas estrellas de papel mal coloreadas y pegadas con pegamento de barra al cordón. Y me lo tengo que poner y me debato entre arrancarme cuatro capas de epidermis a rascones de lo que pica la lana o frenar el brote de dermatitis que me está dando del pegamento refregado por todo el cuello o hacerme la muerta para que nadie me vea haciendo el indio de esa manera. Pero luego en mitad del restaurante, con las estrellas pegadas en el pelo, descubro a otra pobre desgraciada que soportando el peso de dos millones de caracolas medio rotas combinadas con macarrones que lleva atadas al cuello, me mira con cara de cordero degollado desde la mesa de al lado, sufridora también de la bondad de sus hijos.

O cuando quiere agasajarme y me prepara unas galletas 'con todo mi amol' untadas en leche condensada y mantequilla y con una aceituna arriba, y cuando me ve poner cara de espanto me anima con un 'pero zi no tienen güezo ni bola -léase anchoas-' y es tanto el entusiasmo, que al final, aunque lleve dos semanas a dieta extrema y no me tomara ni una copa de vino en el cumpleaños de mi amiga, me jalo las dos mil calorías más asquerosas del mundo.

O cuando la nena para dar una sorpresa decide meterse sola en la ducha y echarse medio bote de mi carísima mascarilla en la coronilla para acabar con el pelo grasiento nivel no me baño desde 1997 durante tres semanas.

O cuando me meto en la ducha quejándome del desorden que hay en el salón, planeando calmar mi ira echándome veinte litros de agua hirviendo por la cabeza y la pelirroja entreabre la puerta para preguntarme cuánto me queda porque tiene una 'zuperzorpreza' para mí. Y yo que sólo quiero soledad y que aún no me he quitado las braguitas, le digo que se vaya, que aún me queda, y que yo la aviso. Pero no. Se queda allí, echándome el aliento por la rendija de la puerta como un psicópata y tosiendo de cuando en cuando para hacerse notar. '¿Cuánto te queda ya? ¿Ya te haz lavado la cabeza? ¿te estás peinando? ¿Cuándo vaz a zalir? Ez que eztoy ezperando...' Y al final cuando ya no puedo más de tanto estrés, me envuelvo en la toalla y salgo con los pelos chorreando como la Niña de The Ring para acabar con el martirio. Ella abre los ojos como un lemur cocainómano y me enseña el salón aparentemente recogido. Y digo aparentemente porque los gusanitos asoman por debajo del sofá, junto a los cortadores de plastina y los paquetes de aspitos que habrá empujado con el pie creando una microsociedad ahí abajo y detrás del cojín está la familia entera de Peppa Pig junto a un zumo a medio beber y el pañal que el hermano ha tenido a bien arrancarse ahora que está en plan nudista subversivo. Y claro, lo peor es que una no puede ni quejarse porque la criatura se cree que ha hecho un trabajo fino filipino y que te ha dado la sorpresa del siglo, así que ya no puedes solucionar ese desaguisado para no herir sus sentimientos.

Total, que no hay manera de ganar.

lunes, 20 de abril de 2015

De maternidades y agotamientos



La maternidad es una cosa muy de cansarse, como el spining pero en peor, porque en el spining además de que te ponen música y tienes a un tipo loco y vestido de majara dándote ánimos a grito pelado, al final logras endurecer los muslos y perder algún kilo y con la maternidad más bien los ganas, la música ambiental es la síntonía de Peppa Pig y el fortalecimiento de los muslos es una cosa que ni siquiera te planteas como los viajes al Caribe o las siestas de tres horas o de dos o de una, o más bien las siestas en general.

Dependiendo del niño en cuestión y de su grado de incombustibilidad, de la edad, del número de hermanos y/o aliados por tu malvivir con los que conviva, y por supuesto del grado de agotamiento y de la salud mental de la madre, unas cosas puntuarán más que otras. Pero hay unos básicos que nunca fallan en la vida de toda madre agotada:

1.- La falta de sueño. Desde que rompes agua hasta que lo casas, la falta de sueño es una constante en tu vida, con sus consecuentes ojeras nivel Premium de metro y medio de profundidad y tu falta de riesgo sanguíneo que te hace incapaz de seguir cualquier conversación adulta y, a veces, ni infantil. Primero será por los llantos, las tomas de leche a demanda y los cambios de pañales a las cuatro de la madrugada, luego los virus y las noches de toses y mocos sin fin, dando bandazos en camisón, pegándote cabezazos contra los quicios de las puertas, con el termómetro en una mano y el jeringazo de Apiretal en la otra, después el miedo a Maléfica y al malo de Spiderman, con el consecuente cambio de cama y ‘lisiamiento’ de espalda de por vida, que tres de cada cuatro días llegas a la oficina como Robocop pero con más mala leche, y cuando por fin los tienes criados y parece que todo va a ser roncar, llegan las noches de juerga con los amigos y tú en el sofá como tu madre, con una tila alpina inventándote historias de bandas criminales y palizas en callejones. Vida perra.

2.- Las enfermedades comunes. Cuando las madres decían aquello de ‘yo prefiero ponerme mala yo, que verte a ti mala’ no lo decían por bondad sino por egoísmo. Que una se pone mala, se mete su chute de Espidifen y antibiótico y a sobrevivir. Si por el contrario, es la nena la que se pone mala, habemus fiesta. Primero porque te da mucha penita verla enferma sobre todo si aún no habla y tienes que interpretar síntomas a lo David Copperfield, y empadronarte a las puertas del Materno dos semanas en plan madre hipocondríaca total y segundo porque aquí ya ni duerme, ni come, ni vive nadie. Nadieee.  

3.- Los ruidos varios. Nadie te lo avisa, pero los niños hacen mucho ruido. Mucho. Siempre. Y aunque parezca un tema baladí, no lo es. Ni mijita. Ya me lo contarás cuando lleves dos sobredosis de ibuprofeno en el cuerpo. Desde los llantos de gato salvaje de recién nacido, hasta los gritos de los dos años, las sintonías de la tele, las canciones del colegio, el tambor, la trompeta, los tacones del baile y las castañuelas, la radio karaoke de las princesas, las peleas, las pataletas, la flauta que le trajo tu abuela del pueblo… Contaminación acústica lo llaman.

 4.- Los deberes. Las que tengáis ahora un nene con cólico del lactante y creáis que no hay nada peor os equivocáis. De pleno. El maravilloso mundo de los deberes es el verdadero infierno de toda madre de bien. Sumas, restas, regletas, tangram y los temidos copiados son para dejarte calva a disgustos. ‘Ez que me duele la barrigaaa’, ‘es que tengo hambreee’, ‘ez que no tengo ganaz, anda porfa, cuando termine Zofía’, ‘Ez que me hago mucha caca, de verdad’, ‘ez que zon un rollo y no quierooo’ y así hasta dos millones de excusas y cuatro horas y media para hacer un copiado de tres líneas. Cuando lleguen las ecuaciones de segundo grado me apunto a la Legión.

5.- La ausencia del yo. Lo mejor es asumirlo. Repetid conmigo, nunca llevaré el pelo perfectamente planchado ni las uñas bien pintadas ni tendré una conversación coherente por teléfono con una amiga, ni tendré una barra de labios que me duré más de tres días antes de ser machacada contra el parqué… Porque intentar luchar contra los elementos y pintarte las uñas en la encimera de la cocina mientras Cigoto trepa para hacerse con el bote y comérselo y la pelirroja llora a tu lado porque quiere pintártelas ella porque ‘me zalen zuperbien de verdad, te lo estoy prometiendooo’ no es que sea agotador, es que es para que te dé un ictus.

PD. Este miércoles 22 de abril a las 19 horas presento y firmo mi libro 'Suegra no hay más que una... ¡Gracias a Dios!' en la FNAC de Málaga (en el CC Málaga Plaza) si os pilla cerquita y os apetece ¡¡¡pasaooooooos!!! Os estaré esperando, amores!!!!

lunes, 13 de abril de 2015

Cigoto el indocumentado



El aspirante es extranjero. Un guiri, pero de verdad. Aunque aún no tenga pasaporte que lo acredite, que a una madre no le hace falta pasaporte para saber que su hijo es extranjero. O sea que es un extranjero sin papeles, qué valor, como está el patio, maremía. Yo no había comentado nada por aquello de ser prudente. Pero yo lo sabía. Como no lo voy a saber si yo soy prácticamente gitana y la prole son blancos como la leche y pelirrojos como las candelas.

Con la pelirroja tuve mis sospechas pero como es una folclórica lampona por ver tronos a dos centímetros de la nariz y vestirse de faralaes con sus castañuelas en ristre y bailando La Niña de Puerta Oscura como si no hubiera un mañana, pues me despistó. De hecho igual ya ni siquiera es extranjera porque con todos los deberes que le mandan cada día en el cole seguro que le han  dado el permiso de residencia.

Con el aspirante la cosa es diferente porque no sólo no ha mostrado la más mínima empatía con las costumbres de la tierra sino que el otro día lanzó el tacón de ensayo de la primogénita al wc y luego le echó medió bote de acondicionador bifásico encima, en plan desprecio total por la copla y los tratamientos capilares.

Pero la pista principal que me ha llevado a la determinación de que el niño es guiri es el tema del habla. De momento manejamos cuatro palabras –o eso queremos creer-, pero de mamá ni hablamos. Igual porque ni me reconoce como tal con esta melena negra tipo Sandro Rey que me ha quedado después del tinte ‘castaño claro’ que me compré en la perfumería y me trae por el camino de la amargura.

Eso sí, parece que el inglés lo lleva mejor y cuando se despierta y se me tira en la cara desde la cuna, después de reírse mientras me recompongo los pómulos, grita ‘up’ a grito pelado como si fuera un marine y cuando le quito los rotuladores me persigue dedo en alto y en lugar de no, me dice nouu, nouuu como si fuera Amy Winehouse.

Pero su expresión favorita que usa en cualquier tiempo y lugar es ‘oh, yeah’ entonada como un guiri de chanclas y calcetines y lo mismo la usa cuando descubre un paquete abierto de pelotazos o patatas al jamón que cuando se sube a la encimera de la cocina y grita ‘oh yeah papá’ mientras se aplaude a sí mismo por la hazaña.

Así que ahora he empezado a afinar el oído porque igual no dice mamá pero quién sabe si lleva cuatro meses diciendo mom y yo aquí criticándolo cual malamadre rencorosa. Pero vamos, que como no ose a nombrarme en ningún idioma, dialecto o lengua muerta, con las caderas de estrías que me ha dejado y las ojeras que vengo acumulando desde su nacimiento, mañana mismo llamo a Extranjería y que lo deporten.

Y que luego venga Amnistía Internacional a contarme milongas. Hombre ya. 


lunes, 6 de abril de 2015

Un (espantoso) día de playa


Una de las consecuencias del malvivir maternal y la falta de horas de sueño es que a una empieza a fallarle la memoria y lo mismo lleva los cascabeles para el gorro de bufón al colegio dos semanas después de cuando lo pidieron, que viste a la niña para la función de baile un mes antes, coincidiendo con el día de la Virgen Niña y en lugar de perfectamente uniformada o disfrazada de angelito, la pelirroja llega vestida de Lola Flores con una flor de metro y medio y las castañuelas en la mano para disgusto de la señorita.

No obstante, me atrevería a decir que la falta de memoria es así en general una cosa buena porque posibilita que a una se le vayan olvidando los días horribles vividos en familia y volver a revivirlos sin descanso, y cuando vuelve a llegar la Feria de Agosto una la coge con ganas y decide enfrentarse a los feriantes y al ‘Follow the leader’ con los pelirrojos adosados a la cadera a pesar de que el año anterior la primogénita hizo un amago de desaparición entre el gentío, Cigoto se comió medio abanico y me tiraron una jarra de dos litros de tinto de verano sobre mi recién estrenado vestido y no me partieron el pie porque logré frenarla con la rodilla, que se me quedó metida para adentro hora y media.

Pues más o menos lo mismo es lo que me pasó el otro día con la playa. Que a una se le había olvidado el horror del año pasado y cuando vio tres días seguidos de calor veraniego, se vino arriba y en lugar de enfrentarnos a los legionarios que desfilaban por la puerta de casa decidimos irnos de playeo a buscar bronceado y problemas, con dos pelirrojos y media casa a cuestas, que yo no sé por qué pero ir a la playa es como hacer una mudanza pero en peor.

Y allí nos plantamos a la amanecía del Jueves Santo, el pater, los pelirrojos y yo, con dos millones de cubos y palas y rastrillos, la sombrilla que nunca clava bien y acaba apuñalando a alguien, las cremas tipo yeso, los veinte pares de toallas, las mudas variadas, los pañales para el baño, las revistas para fingir que vamos a relajarnos, los manguitos, flotadores y hasta una bañerita para el aspirante que compramos en los chinos y que dejó al pater hiperventilado para todo el día.

Por supuesto, a los tres minutos de estar allí acampados, el día se nubló y el mar se llenó de olas negruzcas como si fuera el fin de mundo, pero el ánimo no decaía. Que una no se había pasado media mañana haciendo macutos para esto. La pelirroja a la que le había calzado un bañador de hace dos años porque no había encontrado la bolsa del año pasado, pobre criatura que parecía Kim Kardashian, suplicaba hincada en la arena como una dolorosa que por favor nos bañáramos en el agua apocalíptica y a menos quince grados, mientras el pater inflaba cosas en una maratón sin fin, yo me retorcía en la toalla para esconder mis carnes blanquecinas con una postura made in Circo del Sol y Cigoto se rebozada cual croqueta con la cara hincada en la arena y las pupilas llenas de chinos.

Luego se rizó el rizo, llegó el frío polar huracanado y una ola tipo tsunami nos mojó las toallas, arrastró los cubos y casi se lleva por delante al hermanísimo, indignado también porque su paquete de patatas al jamón con el que comía arena como si fuera humus se le había ido flotando orilla abajo y no estaba dispuesto a tolerar tal ultraje, lo que le obligó a enfrentarse a grito limpio con el mar con su pataje de anciana artítrica.que casi le cuesta la vida y la dignidad.

Así que chorreando y muertos de frío decidimos dejar de fingir y volver a casa no sin antes someternos a los trabajos forzados que implica la recogida playera, que bien deberían estar prohibidos por la ONU, los enjuagues de los dos mil cacharritos, las visitas a la ducha para que acto seguido los pelirrojos se emborricen nuevamente en la arena, las desinfladas de bañeritas y demás, los estrujamientos de toallas y las ganas de pedir una muerte digna frente el paseo marítimo.

Al final, lo conseguimos pero acabamos volviendo a casa vestidos de indigentes –no entiendo por qué después de un día playero la ropa se convierte en harapos- con los pelos chorreando y llenos de bártulos como si fuéramos a pasar el estrecho y por supuesto con más frío que Di Caprio en Titanic.

Y con estas pintas callejeamos por el centro histórico malagueño rumbo a casa, encontrándonos con millones de personas arregladísimas para disfrutar de la mañana del Jueves Santo y el traslado del Cristo de Mena con sus trajes de chaqueta, sus vestidos de entretiempo y sus rebequitas de punto bobo, mientras nosotros parecíamos recién sacados de Chernobil.

Finalmente llegamos a casa, exactamente hora y media después de haber salido, a disfrutar de nuestra recién estrenada pulmonía galopante, a ducharnos, ponernos los pijamas de invierno y hacernos la firme promesa de no volver a pisar la playa hasta que sea julio o hasta que se nos olvide la pesadilla vivida. O sea, hasta la semana que viene.

No somos nadie.