lunes, 16 de enero de 2017

Gracias, amores



Hace casi cinco años que abrí este blog casi por casualidad, básicamente con la idea de contar mis pinitos como madre agotada de una pelirroja loca y ahorrarme en psicólogos los que me iba a tener que gastar en antiojeras. Sinceramente, no tenía más expectativas que escribir y que enganchar con suerte a cuatro o cinco amigos benévolos y temerosos de dios, que me leyeran y compartieran sus experiencias con el negocio de la crianza y, el anexo de estrés añadido que trae, y pudiéramos echar unas risas 2.0. 

Pero el blog creció y cada día tuvo más y más seguidores y casi sin darnos cuenta llegamos hasta los más de 5.000 lectores diarios que abrían estas páginas desde los rincones más recónditos del mundo. Una pasada. Una verdadera pasada. 

Así, primero cada día y luego cada semana, compartí parte de mi vida con vosotros y fuisteis testigos de cómo mi vida, y también la vuestra iba cambiando: la pelirroja crecía, cambié de curro, me apunté y me desapunté al gimnasio como cinco veces, hice siete dietas infructíferas, cambié los muebles del salón y aumentamos la familia con un hermanísimo que al igual que su hermana, se debate entre ser una monería y un demonio del inframundo. 

Pasamos agotadoras semanas santas, las no siempre divinas vacaciones, las estresantes vueltas al cole, el temido paso de la guardería a infantil, la operación pañal fuera, el embarazo y sus achaques, las bonitas navidades, los nervios de los Reyes, el primer Ratoncito Pérez y prácticamente todo lo concerniente a la maternidad desde la distancia y compartiendo anécdotas hasta para criticar a las suegras y reírnos un rato.

Desde 2012 que se abrió, este blog me ha dado muchas alegrías y no sólo por su éxito o porque me diera la oportunidad de escribir un libro, sino por conoceros a todas, por vuestros comentarios llenos de humor y de cariño, las que me decís que esperáis los lunes con ganas por leer estas líneas, las que contáis vuestras anécdotas, las que compartís vuestro tiempo leyendo, las que me escribís emails contándome vuestras cosas y las que os molestáis en comentar en el blog, en Facebook y en dar likes en instagram a pesar de mi mala cara y de que ya apenas tenga tiempo de contestaros. A todas gracias. Muchas gracias. A lot of gracias.

Sin embargo, como imagino que comprenderéis como madres agotadas que sois, no me da la vida. Lo intento, pero no me da. Y con esto de la bimaternidad, el curro, las clases de inglés, las extraescolares, el logopeda, la casa, los deberes y el bilingüismo escolar, no es que no tenga tiempo ni para depilarme las cejas  -si me vierais ahora mismo entenderíais que no es una manera de hablar- es que no tengo tiempo de vivir. Y no se puede vivir con tanto estrés. Así que no me queda otra que ganar de tiempo de donde pueda y por tanto, de hacer un parón en el blog de por lo menos seis mesecitos o un año o lo que haga falta para poder llevar a buen puerto a esta familia de locos que al contrario de lo que parece, a medida de cumplen años cada vez necesitan más.

No es un adiós, amores míos. En absoluto. Pienso volver en cuanto la vida me dé una tregua o me toque el Euromillón y pueda dedicarme a escribir y a comer Nutella y entonces, ojalá pueda encontraros otra vez al otro lado de este ordenador. Os echaré mucho de menos, aunque espero seguir viéndoos por las redes sociales o por los bares. ‘Sus quiero mussho’, que sepáis que me habéis hecho muy feliz estos años y que os llevo en este corazón de madre estresada que hoy se ha roto un poquito.

¡Sed felices!

lunes, 9 de enero de 2017

La Navidad, los Reyes y el gato maldito



Si la vida de madre es dura siempre, no te digo nada cuando llegan las navidades. Y si encima tienes una familia grande, ruidosa y festiva como sacada de una película italiana pero en peor, la cosa se complica y con suerte, llegas a Año Nuevo viva y con los pantalones abrochados.

Yo que además soy mucho de huir hacia adelante y tirarme a la calle en días laborables y en fechas de guardar, tengo la amenaza de ictus severo más marcada que nunca, sobre todo, después de las compras de Reyes, donde además del presupuesto del próximo año, me he dejado la poca tersura epidérmica que me quedaba.

A ver, que nadie se confunda, que a mí me gusta comprar más que a Paris Hilton, pero claro hacerlo a contrarreloj con los pelirrojos a cuestas, con los ojos desencajados y al acecho, mientras yo trataba de distraerlos con cutre argucias y comprar algo a escondidas para que no se coscaran, me ha hecho envejecer el corazón como siete años.

Por suerte, pude endosar una tarde a la prole para dedicarme en cuerpo y alma al mundo del consumismo y liquidar, por lo menos, la carta de los pequeños antes de que la muerte súbita me diera caza. Así que me lancé a El Corte Inglés para comprarlo todo rápidamente y sin salir del edificio. Y medio drogada por la calefacción mortal y el bullicio, me dejé atrapar por la mirada amable de un gato que ronroneaba en la estantería y con los ojos gigantes me pedía asilo político. Así que me lo llevé porque mi amiga que trabaja allí me dijo que era la sensación del momento y yo que soy mucho de sensaciones y de momentos y que ya estaba hasta el moño de buscar cabezones para maquillar y Blaze parlanchines y Playmobil, que ya tenía en mi poder destrozándome la falange proximal a base de bolsones oscilantes, lo hice mío como nueva arma para dejarme las corvas en sus esquinas.

Lo que no sabía yo es que el felino era un mundo de onomatopeyas en sí mismo y desde el mismo momento en que lo pagué, no dejó de gritar y maullar y ronronear y hacer toda clase de ruidos a voz en grito desde el fondo de la bolsa, para terror de los transeúntes que me miraban como si fuera yo la que hacía los ruidos o como si llevara una alimaña salvaje y hambrienta en el bolso. Tanto así que mientras esperaba pasar por un paso de cebra, el señor que iba delante se giró hacia mí y tras ponerme cara de ‘eres una maleducada’ se apartó para dejarme paso, como si los ronroneos del gato los hubiera yo de manera gutural como MariCarmen y sus muñecos, como tengo yo las cuerdas vocales.

Pero lo peor no fue el trayecto, sino llegar a casa, donde ya estaban los pequeños esperándome, así que para que no se percataran de las compras las dejé en un cuartillo que tenemos en el portal y subí como si nada hubiera pasado. 

El problema es que el gato permaneció allí unos días y cada vez que le venía en gana, que era como cada tres segundos, se ponía a ronronear como un loco y hacer ruidos imposibles y me tenía a los vecinos acojonados escuchando desde la escalera y creyendo que aquello era una rata o un mamut que se nos había colado por un portal temporal. Así que tuve que explicarles a los del primero que era un gato, que había tenido que esconder porque hacía mucho ruido y tras una cara de espanto y una posterior explicación de que no era un gato de verdad sino un monstruo chillón de peluche, la cosa acabó bien.

La gente normal se preguntará que por qué no lo apagaba, pues básicamente porque no podía. El gato venía en modo demo para que las madres panolis como yo cayeran rendidas a sus encantos, y el botón para apagarlo lo traía en sus partes nobles, a las que no había manera de acceder a no ser que tuvieras un par de horas libres para quitarle todos los anclajes nivel bomba nuclear que traen estos juguetes y, como yo y los pelirrojos hemos sido siameses estas navidades, pues no había manera.
Pero lo peor fue la víspera de Reyes, que lo subí a casa mientras la niña se dejaba los ojos en el ordenador y lo colé junto a las otras bolsas en el armario, sin sospechar que la mierda del gato se pondría aún más violento y acrecentaría su ronroneo infernal e incluso inventaría un nuevo giro de cabeza con una cara de mala uva nivel Expediente Warren.

Y ahora cada vez que el gato ronroneaba, yo me hacía la tísica y tosía fuerte o chillaba, daba igual que estuviéramos en plan mantita y película o me levantaba de un salto y cantaba ‘Puro Chantaje’ a voz en grito para terror de los pelirrojos que me miraban desde el sofá con cara de alucine.
Y para el colmo, ante el ruido del gato, el Blaze parlanchín se activaba y decía no sé qué de los propulsores. ‘He ezcusshado argo, mamá’, decía el pelirrojo y se ponía la mano en la oreja mientras yo saltaba del sofá y cantaba por Shakira o tosía como si acabara de pillar la tuberculosis.

Y así estuvimos hasta que pude lanzar a la pelirroja con mi hermana y atrincherarme en el cuarto a quitar alambres y por fin apagar al felino sin piedad y recuperar mi vida y mi dignidad.

Lo peor es que a la niña la mierda del gato ni fu ni fa, con lo que me costó a mí el asunto, y ahora el tiparraco no sólo ha bajado la intensidad de sus ronroneos sino que ha elegido como favorita su cara de voy a arrancarte el pescuezo, que nos pone cada vez que nos acercamos.
‘Yo creo que no es muy amable’ dice la pelirroja y yo creo que lo que le pasa es que está resentido por los días que ha pasado en el zulo acallado por mis estrategias de madre navideña aterrada. Así que no me extrañaría que una mañana de estas me lo encontrara en mi mesita de noche clamando vendetta.

Por suerte, los demás Reyes fueron un éxito y los míos también y aunque ahora tengamos miniespadas y miniarcos por toda la casa y el benjamín ya se haya comido un par de bolas de Tragabolas y yo haya tenido que jugar a dos partidas diarias de Patito Cuá Cuá y el Party Disney de las narices, acordadas por decreto ley, lo mejor es que ha pasado todo, por fin termina la navidad y empieza la tranquila rutina y ahora sólo me queda el colegio, las extraescolares, las nuevas clases de inglés, la vuelta al curro, la dieta extrema, el gimnasio, los deberes, el ortodoncista…
Vamos, que no hay salida.

PD. En Instagram (florenjuto2) tengo la foto del gato, por si alguien lo reconoce, jajajja