Lo que cansa ser madre sólo lo sabe otra madre, u otro padre
o la vecina del quinto, que es la tercera vez esta semana que te pregunta si te
estás haciendo diálisis o si tienes previsto un trasplante de hígado o si se te
ha muerto en la última semana algún familiar querido, porque al parecer este
nivel de ojeras precisa de una explicación más contundente. Así que sólo ellos
saben lo que significa que te regalen un finde en un hotel de lujo con tu spa y
tu silencio y tus montañas y tus piscinas infinity para hacerte la moderna, que
una será una madre de cejas tipo Yeti pero nunca dice no a un cóctel y a un
hacerse la moderna.
Y así fue como el pater y yo abandonamos al pelirrojismo con
la mamma, a su suerte, no a la suerte de los niños, sino a la de mi madre que no
sabía la criatura lo que se le venía encima con la niña y su maletín XXL de
maquillaje y el niño moqueando cual caracol con un resfriado de órdago y una
tos de anciano de las montañas.
Llegamos al hotel como dos enfermos terminales, que aún no sé
como la muchacha de recepción no nos llamó una ambulancia al vernos la mala
cara que llevábamos porque una en lugar de ir con un maquilaje waterproof o
algo, iba a ‘jierro’ luciendo jeto al natural, como tengo yo el jeto después de
este mes de trabajo a ful, vuelta al cole y a los gérmenes, y dos pelirrojos
non stop. Para chillarme.
No os contaré cuando le regañé al pater por pedirse una
crepe poco antes de la hora de comer, ni cuando le di una voz a una guiri
porque iba a resbalarse en el filo de la piscina ni cuando prácticamente obligué
a otra a echarse de mi crema protectora ante el color gamba que iba cogiéndole
la espalda. Vamos, que tardé como medio día en zafarme de mi rol de madre, que
parece que no, pero cuanto más tiempo lleva una metida en el negocio de la crianza
más se le va grabando la cara de madre, como cuando Frodo se ponía el anillo e
iba sucumbiendo cada vez más a su poder. Igual de tenebroso.
Pero pasadas unas horas ya no sólo me la soplaba que el
camarero me trajera un cóctel que no fuera el mío –mientras llevara alcohol y
cosas flotando…- o que la compañera de hamaca fuera una especie de ángel de
Victoria Secret frente a mí y mi biquini descolorido nivel Chernobil, ni que el
pater leyera sin hacerme caso o jugara al clash of clan o se comiera media
docena de gofres antes o en lugar de comer o que la guiri lampara por dos
melanomas, yo a lo mío. Y tras unas horas de hamaca, carbohidratos y spa no sólo
dejé de ser madre sino que rejuvenecí como diez años, vamos, que se me puso la
cara tersa y se me borraron las ojeras que hasta la modelo de la hamaca de al
lado parecía cada vez menos modelo.
Y no era actitud, en serio, que el pater también sufrió del
efecto Bejamin Button y nos hicimos fotos para atestiguarlo –en Instagram hay
algo-.. Eso sí, como diría la
Basilio la fiesta terminó y nos tocó volver y aunque llegamos
a casa de la mamma todavía jovenzuelos, fue enfrentarnos a dos diarreas de
Cigoto y a tres coreografías y dos millones chistes malos inventados de la
pelirroja y perder la lozanía de un plumazo.
Eso sí, peor le ha ido a la mamma que a nuestro regreso no sólo
había perdido dos años de esperanza de vida y tres o cuatro figuritas del salón,
sino que se había reducido como al metro treinta y se había llenado de canas. ‘Fíjate,
que me eché el tinte el otro día, vamos que no me lo explico’, me dijo la pobre
desde mi cintura. Pero luego me miró e imagino que se dio cuenta de cómo me
crecían otra vez la ojeras y lo entendió todo. ‘Es que estos niños tuyos tienen
tarea, hijamía’… Y añadió ‘tú déjamelos cuando quieras que a mí no me dan tarea’
aunque con la boca tan chica que apenas podía vocalizar y a medida que salíamos
por la puerta y la dejábamos vivir, fue recuperando su tamaño natural. Imagino
que por eso, antes de que llegara el ascensor, ya había cerrado con llave. Pobre.