Uno se cree que después de un verano horrible de comer arena
en la playa, broncearse a empujones o sudar por las calles cual premenopáusica
persiguiendo pelirrojos subversivos, la vuelta al cole será la alegría de la
huerta, el relax, el merecido descanso, el nirvana maternal… pero ni mijita.
Más bien es la traca final a tres meses infernales en los que ahora mientras te
matas viva con otras madres por conseguir el último blog de dibujo en el Carrefour en plan rebajas de Bimba y
Lola, te chupas quince reuniones soporíferas, rellenas dieciocho formularios y
te dejas las rodillas probando uniformes en la puerta de la tienda abarrotada
de madres histéricas de uñas afiladas… el recuerdo de salir corriendo de la
piscina con el niño con el culo en pompa loco por defecarte encima o, en su
defecto, en la cara de algún ingenuo bañista te parece un camino de rosas.
Nosotros este año hemos colocado al hermanísimo en el cole
de la pelirroja lo que nos ahorra el camino de Santiago y la tendinitis en los
talones de los años anteriores de empujar carro atarragando niños de una punta
a otra del centro pero que nos abre nuevos frentes como poder encontrarle al benjamín
unos pantalones de uniforme que no se le caigan al suelo porque con las
canijeras que gasta la criatura con un culillo de carpeta que me cabe en la
mano, pues claro no hay manera. Mi madre
que es mañosa ha decido estrecharle el elástico al pantalón de la talla menos
tres y así ahorrarle a la pobre criatura el bochorno de ir con tirantes como si
fuera un anciano contable en miniatura, pero claro por mucho que ha querido
reducir los pantalones que son como los del Nenuco, entre las pinzas, las rayas
y el gris depresión, el niño parece un párroco de pueblo y no se halla. Cómo se
va a hallar, si yo me tengo que esconder para no reírme en su cara.
También por aquello del ahorro pensé en colocarle los
jerseys de la hermana de cuando tenía su edad, que guardé cual madre hacendosa,
pero cuando se lo metimos por la cabeza, cupo el niño entero por el cuello del
jersey. Y no creáis que no me planteé la opción de hacerle un apaño o llevarlo
con un hombro fuera en plan guarrilla ochentera y decirle a la seño que aquello
era un homenaje a Flash Dance, pero luego lo vi con los bombachos grises y me
vine abajo que tampoco es plan de traumatizar al niño, como están los
psicólogos de caros.
La pelirroja, sin embargo, a pesar de que ayuna desde los
tres años, es gigante –no como su hermano que todo lo devora y es una lombriz
de tierra- y hemos tenido que comprarle una falda de talla diez que detesta
porque le llega hasta media pierna en plan monja retirada pero yo que me manejo
poco con la costura –más allá del punto de cruz que me enseñaron en el colegio-
le he dicho que eso es corte midi y que ahora es lo más. Yo creo que no ha
colado pero a la pobre le ha dado pena después de verme el otro día matándome
viva con una aguja para moverle los botones de sitio y al final ha hecho de
tripas corazón con su falda tres cuartos. Cómo no le voy a dar pena si como la
tela estaba tan dura y yo me manejo tan poco en estos lares, se me ocurrió la
flamante idea de tirar de la aguja con los dientes y así, a las bravas me
casqué el esmalte de un incisivo inferior a pique de quedarme como Peito, que
es lo me faltaba pal duro con esta cara demente vieja que se me está poniendo.
Así que ahora llevo a los niños disfrazados al colegio para
compasión de las otras madres que hacen cinturillas dobles y compran los libros
en junio y aun así les da tiempo de hacerse la plancha con el pelo seco. Pero
es lo que hay. Es esto y llevar los libros forrados con más pompas que el
envoltorio de un jarrón y he perdido más de tres milímetros de firmeza cutánea
y las ganas de vivir.
Y eso que aún no os he contado ni la mitad…