lunes, 25 de enero de 2016

Gimnasios, ninfas y otras torturas



Me he apuntado al gimnasio. Sí. A las bravas. Con lo poco que me gusta a mí moverme si no es por necesidad urgente o porque alguien me persiga y ahí me tienen, con mi bono anual para no dar opción a los arrepentimientos a la tercera sesión de zumba.

La culpa la tiene Santa Claus que es el mal, ya lo dice mi primo Diego que nosotros somos de los Reyes Magos y a Santa Claus no hay ni que mirarle a la cara y es verdad. Yo me pedí lo del gym pensando que no me lo iba a traer por aquello de que en casa apenas tenemos tiempo de dar dos bocanadas de aire seguidas antes de que tengamos que salir corriendo a recoger niños de colegios, guarderías, catequesis, más los trabajos, los deberes y el reguero de actividades infantiles y compatibilizar eso con la huida tres veces por semana igual no era viable. Pero me tiré el farol para que la gente no me reproche que no hago deporte cuando me quejo por no perder culo con las dietas y así tener las espaldas cubiertas, pero el gordo barbudo me recogió el guante y me regaló un bono anual en un sobre brillante junto a un uniforme completo para el asunto.

Y ahora voy al gym. Voy maldiciendo, no crean, pero voy. Y allí he encontrado una fauna de lo más diversa, la mayoría de cuerpos fabulosos, que cogen la elíptica con la misma ilusión con la que yo cogería la cama cualquier día en cualquier momento y se ponen a dar zancadas a un nivel como si hubieran estado entrenando con los marines de los EEUU.

Allí fiché a un par de chicas, más o menos de mi edad, a cada cual con un cuerpo más escultural y un culo esculpido a cincel, que las muchachas se curran subidas durante más de cuarenta minutos en una máquina de tortura de subir escalones, mientras charlan de sus muchos cuidados de belleza con sus coletas planchadas, sus cutis perfectos y sus manicuras impecables. Puercas.

Yo las miro desde mi elíptica con cara de envidiosa. Una cara fucsia del esfuerzo y con un moño mal cogido a empujones en el espejo de los vestuarios, que una no tiene tiempo de plancharse el pelo para ir mona por las calles y va con el pelo de chiwaka como para planchárselo para ir a sudar enfadada con el mundo.

‘Pues, nena el gimnasio es fundamental, yo vengo todos los días hora y media y me siento nueva y en las piernas lo noto una barbaridad, aunque también te diré que no pasa un día sin que me eche la crema reafirmante ésa de la que te hablé que es milagrosa’- le dice la una a la otra y yo con mi camiseta pobretona del Decathlon las miro con inquina de la mala y pienso que seguro que son nomadres atiborradas de tiempo libre para hacerse masajes en el sentido de las agujas del reloj mientras a mí se me descaman las piernas como a un besugo moribundo.

‘Yo ya se lo dije a Susana, que no hay que hacer dieta estricta, es suficiente con comer limpito y cenar una pieza de fruta para mantener la línea. Total si ya te vas a dormir que más te da tener hambre’. Y la otra asentía.

Primero sentí lástima de Susana que seguro que también se pone fucsia en el gimnasio y come galletas de noche y la criatura tiene que enfrentarse a estas dos ninfas a la hora del vermuth y luego pensé que si alguien puede cenar una fruta es una nomadre porque a ésas las querría yo ver levantándose seis veces por noche con lo alaridos de unos y otros, lo pipís, las aguas y los mocos con una naranja en el body, que poder se puede oigan, pero que eso de ‘como te duermes ya no notas el hambre’ es de una nomadre o de una adicta a los ansiolíticos o de una ninfa malvada que no pierde el aliento mientras yo estoy al borde del coma y no llevo ni la mitad del circuito hecho.

Como soy una envidiosa, me invento que si yo no tuviera una descendencia de la que cuidar sería igual de divina… Hombreee, eso seguro. Con todo ese tiempo disponible para cuidarme y dormir y echarme cremas y hacerme la plancha en la coleta para ir al gimnasio. Y hasta dormiría del tirón ya no con una naranja, con una uva. Incluso con media. Así cualquiera.

Y en estas andaba saliendo del vestuario recién duchada, con mi mochilón, mi cara lavada de envidiosa y la seguridad de que las ninfas no serían tan ninfas con dos pelirrojos a su cargo cuando al salir por el torno me las encontré ya vestidas de calle y por supuesto monísimas, con sus parejas que habían ido a recogerlas, una con un bebé de no más de seis meses en brazos y una niña de unos cinco años y otra con un carro gemelar del que salían alaridos nivel película gore.

Mi hermana dice que son los sobrinos. Y que si la niña le dijo mamá es porque se confundió. Y yo la creo. ¿Cómo no la voy a creer? También creía que Santa Claus era bondadoso y mira tú…

lunes, 18 de enero de 2016

De vísperas de Reyes, bridas y ansiolíticos



La maternidad se ha cargado mi espíritu navideño. Es un hecho. Dicen las madres entregadas que en realidad es al revés y que cuando una se hace madre vive las fiestas de otra manera. En eso estoy de acuerdo. Pero de una manera infernal porque una se viene arriba y hace cosas para las que en realidad no está preparada y al final le acecha el conato de muerte y/o ataque de ansiedad  en cada esquina alcanzando los máximos históricos en la noche de Reyes. Esa noche. Qué ríete tú de la de los Cuchillos Largos.

Nosotros empezamos la fiesta con la tradicional cabalgata de Reyes ahí, a lo loco, sin sillas ni nada, en una esquina atiborrada de gente, la mayoría con cara de haber salido de una cárcel mexicana, dejando claro que la lucha cuerpo a cuerpo por los caramelos de tres pesetas iba a ser ardua.
Por supuesto, nosotros vamos en pandilla familiar, qué sentido tiene la Navidad si no se estresa uno junto a sus congéneres y tras varias quedadas infructuosas, tradicionales retrasos y empujones del populacho nivel embestida de miura, llegamos a nuestro destino para que una vez instalados nos cayera el diluvio universal sobre nuestras cabezas, que hasta el pobre Cigoto se apartaba el agua que le caía como una cortina por la cara. 

Lo normal es que nos hubiéramos ido a un lugar cubierto a darle esquinazo a la gripe, pero como ni madre ni mi tía María Carmen que son el ala dura de la familia venían este año, nos hicimos los rebeldes, que para eso hay diputados con rastas en el Congreso y nos quedamos allí a perder la poca salud que nos quedaba y a partirnos la cara por cuatro caramelos pisoteados y mojados con los integrantes de cártel que teníamos a la vera. 

Cuando por fin terminó el pasacalles y perdimos de vista a los cabezudos, nos fuimos con nuestras bolsas del Mercadona llena de caramelos baratos de merendolo, a las tantas jigonas que diría mi abuela, a la churrería más típica y atestada de Málaga a esperar mojados y muertos de frío más de una hora por una mesa libre y una muerte segura.

Con nuestra neumonía y nuestro mal cuerpo no llegamos a casa hasta cerca de las diez de la noche, lo justo para cenar y dormir a los niños y empezar a montar castillos mierder y pegar pegatinas hasta en el cielo de la boca de los Pin y Pon. Pero no. Y no sólo porque teníamos que ducharnos para entrar en calor y preparar algo caliente que no nos dejara en la hipotermia total de DiCaprio, sino porque los pelirrojos hiperactivos con sus chichones a base de chupinazos de caramelos, estaban dispuestos a cualquier cosa menos a dormirse. Y así fue como nos dio la una y media haciendo el majara por casa hasta que por fin logramos librarnos de la plebe.

Y a esa hora, cuando la menda que sólo estaba para llamar a la morgue y que vinieran a recogerla, tuvo que ponerse a montar junto al pater cocinitas minúsculas, armaritos con dos millones de puertas y cajones y patinetes con muchos tornillos y barbies y otros infiernos, todo con dos millones de bridas. Como si Anna Cantarina fuera a escaparse del blíster en mitad de la noche. Y las pegatinas. Muchas. Miles. Y una, con los ojitos ensagrentados mirando las instrucciones, con el corazón en la boca temiendo ver aparecer a los vástagos por el pasillo y arruinarles la infancia a golpe de realidad y bridas.

Y cuando ya eran las tres y media de la madrugada y notaba el aliento de la parca en el cogote tocó echar la serpentina y el confetti y los caramelos y las monedas de chocolate y el último soplo de vida sobre el sofá y por fin pudimos tirarnos en la cama a esperar a la muerte hasta exactamente las cinco y media, que la pelirroja empezó a suplicarme al oído si por favor, por favor podíamos levantarnos ya.

Y nos levantamos. Y a las diez estaba mi padre esperándonos para desayunar en casa de la mamma con dos millones de familiares divertidos y ruidosos, a intercambiarnos regalos y anécdotas de la noche entre bocatas de jamón y lingotazos de cocacola y de ahí a casa de la abuela del páter a comer otra vez en pandilla, a darnos más regalos, a reírnos y a morir de un ataque de alergia perruna que casi me hizo acabar en el hospital enchufada a los aerosoles, pero preferí irme a casa a las diez de la noche a pisotear papel de regalo y enredarme en serpentina mientras los pelirrojos me partían los empeines con los patinetes.

Así, cuando al día siguiente fui al médico de cabecera para que me recetara algo para la jaqueca, el pobre hombre me miró a los ojos y me dijo: 

- No se lo tome a mal, señora, pero yo le noto a usted un poquito de ansiedad.

¿Un poquito? Pobre criatura. 

Y así fue como me recetaron el Diazepam.

lunes, 4 de enero de 2016

La Navidad es el mal

Desde que llegó la Navidad he envejecido como cuatro años de golpe y no cuatro años normales, cuatro años como de supervivencia en un campo de refugiados, porque con estas cosas pasa como con las castañas o las series españolas, que huelen mejor de lo que saben -y a veces ni siquiera huelen bien- y después de meses lampando por la llegada de las fiestas, me veo inmersa en este tsunami de tortuosas actividades familiares, con overbooking en las calles, señoras de pelo cardado que arrasan como si fueran jugadores de rugby, dos pelirrojos hiperactivos pegando voces y despareciendo entre el gentío y yo con las constantes vitales de un cadáver del siglo XIX pero con la tensión nerviosa de Ylenia en Gandia Shore.

El otro día, por ejemplo, fuimos a hacernos la tradicional foto con el paje real de El Corte Inglés, al que solemos acosar cada año para hacernos la foto en pandilla, esto es con mis sobrinos, mis primos, mi madre, mi hermana, mis tías y sursum corda, para terror del paje que ve amenazada su integridad física y la del mobiliario que lo rodea.

Por supuesto la primera tortura empieza por llegar a encontrarnos todos en el punto acordado, que con mi familia suele cambiar como seis veces en una hora y todo en un maremagnum de subidas y bajadas de escaleras mecánicas, como en una película de Benny Hill, whatssaps surrealistas, llamadas infructuosas, colas de carritos en el ascensor, niños despistados que se enganchan a familias ajenas y agentes de seguridad locos por terminar su turno y perdernos de vista.

Pero al final logramos encontrarnos e incluso hacernos la foto y para celebrarlo decidimos no ir a cualquiera de las dos millones de cafeterías que hay al lado a comer chocolate con churros sino, aún no sé por qué maquiavélica razón, a una que está como a dos años luz, lo que tirando de mil niños salvajes es como hacerte un Planeta Calleja.

Como no había mesas grandes, tuvimos que sentarnos en tres diferentes y hacer como que no nos conocíamos, lo que a mí me vino de escándalo por poder dejar a Cigoto a su suerte, comiendo churros solito como un señor, sin más compaña que la de sus otros primos abandonados también a su suerte, hasta que descubrió el cuarto de baño como quien descubre la tumba de un faraón egipcio, abandonó el mundo del churrerío y se dedicó a guardar cola en la puerta y entrar a cada salida para meter las manos en el water y mondarse de la risa y de la infección bacteriana tan mala que le iba llegando al cerebro.

A todo esto, la pelirroja riendo y llorando a intervalos similares porque no la habíamos dejado montarse en unos renos mecánicos e infernales que había junto al paje ni en los roscos en los que el año pasado casi perdió los piños y la honra. Y así entre el coqueteo con la sífilis del benjamín de la casa y el drama de la primogénita pude terminarme mi cocacola mientras hacíamos cónclave sobre los menús de las comidas familiares, mi prima trataba de contarme su viaje a Holanda, mi primo iniciar un debate sobre los pactos de gobierno, los niños matar a alguien de un empujón a traición y yo hacerme la muerta hasta después de Reyes.

Pero no podía ser. Nos quedaba el camino de vuelta como los peregrinos de Tannhäuser hasta los malditos renos mecánicos, que a pesar de mi negativa feroz habían acordado a mis espaldas. Y así nos vimos, persiguiendo a los cinco niños montados en cuatro renos percherones y deformes por los alrededores de El Corte Inglés donde se reunía la mitad de la población mundial que fue sometida a amputaciones variadas a base de renazos en los pies y en las partes nobles.

Cigoto no conducía, pero iba montado en el reno del primísimo aparentemente a salvo, pero dada la poca agilidad de los niños de mi familia, acabó cuatro veces estampado contra el escaparate de los bolsos en plan butrón casero, mientras la pelirroja le reventaba los meniscos a una familia completa que arrasó a su paso ya que aprendió a conducir pero no a frenar y allá iba sesgando vidas a su paso, todo ello mientras yo pedía disculpas entre la muchedumbre con los brazos en alto como un hare krishna y mi tía asaltaba cual jinete experto el reno de su nieto que andaba desbocado calle abajo para terror del gentío.

De cómo me tocó arrastrar a los renos moribundos una vez que se acabó el tiempo y su batería hasta desencajarme la clavícula, de cómo continuó la fiesta en las cadenitas y en los coches de monedas con asalto de niños ajenos incluidos para violencia callejera de Cigoto el justiciero, de cómo la pelirroja se perdió y estuve al borde del infarto o cómo consiguió el pelirrojo colarse en una atracción no permitida por su edad, escalar y sentarse en el carricoche con cara de suavón sin que nadie se diera cuenta… serán historias que tendremos que dejar para otro día… o para la consulta el psiquiatra.

PD. Mañana llegan los Reyes e imagino que en la carta, junto a las lipoesculturas y a las nannys filipinas, habréis incluido mi libro 'Suegra no hay más que una', noooo????? Es un regalo imprecindibleeeeee... Si no, aún estáis a tiempo, amores. En el Corte Ingles, La Casa del Libro, FNAC, Amazon... Así veréis que vuestra suegra no es tan mala! jajajja... Felices Reyes Magos!!