Hubo una vez en la que mamá no era mamá y era una chica despreocupada cuya máxima preocupación era si saldría pronto o tarde del trabajo, qué modelo ponerse el sábado y adónde ir de vacaciones el próximo puente, pero una vez que le pusieron en los brazos a su bebé se convirtió en una mamá llena de miedos ridículos, aprensiones varias y una entrega total, agotadora y maravillosa a una criatura de poco más de cuatro kilos. Y no hubo vuelta atrás.
Mamá se despierta por la noche tantas o más veces que su
prole y se levanta con los ojos pegados y pegándose golpes con las esquinas
para tapar a sus niños y comprobar que nadie los ha secuestrado ni se han
asfixiado ni les han abducido en la última media hora y entonces puede volver a
la cama a dormir hasta el próximo turno, pero con un ojo abierto como toda
madre que se precie.
Mamá regaña más que habla porque, aunque no le guste ser el
poli malo, sabe que su trabajo es educar a sus polluelos y hacer que coman y
duerman y se porten medianamente bien y vayan al cole y se peinen y se dejen
lavar la cabeza aunque eso implique una hora de negociaciones, otra de llanto y
una tercera de migrañas maternales.
Mamá se considera una persona normal y hasta poco emotiva,
pero cuando va a las funciones del cole a ver su nene vestido de oveja bailarina,
se le saltan las lágrimas y se siente más orgullosa que si hubiera ganado el
Nobel de Química.
Mamá era una persona maniática del orden y tenía su armario y
su cajón de los complementos en perfecta distribución de estilos y colores,
hasta que la nena llegó a su vida y ahora comparte con gusto sus collares más
preciados sólo por ver la cara de emoción de la nena y eso le vale más que la
toda nueva colección de Inditex.
Mamá está loca por quitarse de en medio y escapar unas horas
de la prole y de las duras labores de la crianza, pero es darse la vuelta y
empezar a echarla en falta hasta términos enfermizos y cuando vuelve a casa,
vuelve con música de fondo y más emoción que el del chaval del Almendro, como
si llevara todo el invierno en el exilio. Y todo es felicidad.
Mamá se queja a menudo de lo cansada y dura que es la
maternidad pero no cambiaría por nada del mundo la maravillosa experiencia de
ser mamá, ni los ojos emocionados y muy abiertos de la nena viendo una
películas de princesas, ni sus abrazos largos y apretados, ni sus caricias con
sus manos regordetas y pegajosas, ni sus canciones inventadas, ni sus besos
húmedos, ni sus pequeños descubrimientos cotidianos, ni su cara de recién
levantada, ni sus ‘te quiero muchizízimo, mamá’ antes de irse a la cama con sus
veinte muñecos preferidos… Y entonces a pesar de las ojeras y el malvivir y el
agotamiento y la falta de riego cerebral que trae consigo la maternidad, mamá
se siente la mujer más afortunada del mundo porque un día así por las buenas,
sin demasiado interés y sin saber en el follón en el que se metía, decidió ser
mamá. Y ahora sabe que es lo mejor que ha hecho en su vida.
¡¡Felicidades (atrasadas) mamás!!
(Nivel de identificación 10 sobre 10)