viernes, 30 de marzo de 2012

La huida

Cuando me compré la casa en el mismísimo centro histórico de la ciudad –o me la compró el banco, mejor dicho- pensé en los paseos matutinos por la calle Larios, en los desayunos en Casa Aranda, en la cercanía de mis tiendas favoritas, en la noches de fiesta sin hacer cola en las paradas de taxi y en los helados de Casa Mira esperándome a la vuelta de la esquina.

Pensé en todas esas cosas y en otras muchas, casi todas ventajas, pero curiosamente –y digo curiosamente porque entonces yo no era madre y mi cerebro aún funcionaba bien- se me olvidó que durante unas –que no una- semanas al año estaría atascada en el epicentro del mundo cofrade, secuestrada en mi propia casa, rodeada de tronos, nazarenos, mantillas y bandas de cornetas y tambores. Al norte, al sur, al este y al oeste de mi humilde morada. Sin escapatoria.

Lo cierto es que antes de vivir aquí en el foco semanasantero, bajaba alguna vez a ver alguna procesión. Aspiraba un poco de olor a incienso, veía pasar uno o dos tronos, me compraba un trozo de coco y me tomaba unas copillas con los amigos en cualquier bar de moda, para luego volver a casa, tranquila y relajada a seguir haciendo mi vida. Sin embargo, ahora que tengo que permanecer sitiada por los tronos, la cosa se complica porque Semana Santa es lo único que hay en el menú. Y es una odisea bajar a hacer la compra, pasear o hacer recados. Todo es cirio y fervor.

Y claro, vivir eso tan intensamente como requiere el residir en el cogollo es agotador, sobre todo, haciéndolo con una niña de dos años y pico que es capaz de visitar con las abuelas todas las vírgenes y cristos de todas las iglesias de la ciudad, con todo el entusiasmo de un entregado seminarista, pero que es escuchar un tambor y entrar en estado de histeria. Así que no nos queda otra que huir. Como las ratas de los barcos. A algún lugar recóndito y alejado del olor a incienso y los cucuruchos de nazarenos.

Por suerte, mi hermana, que es una incondicional de la Semana Santa y que vive en Marbella, muy cerquita de la playa, nos cambia la casa para estos días. Así, ella se entrega escuchando saetas y bandas cofrades y nosotros nos vamos a tomar el sol –todo el sol que se puede tomar cuando hay amenaza de lluvia y una tiene una niña blanca como leche-. Y todo es felicidad y maletas por hacer.

Y en esas estamos, preparando la huida. Yo, con una paciencia inusitada en mí -probablemente por la sobredosis de antihistamínicos para la alergia que me he chutado- voy metiendo en la maleta la ropa –de todas las temporadas porque con este tiempo no se sabe-, mientras la nena la va sacando por el otro lado, esparciéndola por toda la casa como en un bucle sin fin, hasta que de fondo escuchamos los tambores que, como los orcos del Señor de los Anillos, anuncian la llegada un nuevo traslado o un postraslado o una procesión o un Via Crucis, y la pelirroja recapacita sobre la marcha y recoge, aterrorizada, todas las prendas que ha tirado por el suelo y las mete como puede y a empujones en la maleta al grito de “tambores, zzustooo”. Pues eso. Tambores no, gracias.

¡Feliz Semana Santa a todos!

jueves, 29 de marzo de 2012

La huelga maternal

Hoy tenía planeado sumarme a la huelga general, no por la reforma laboral –ni siquiera he tenido neuronas ni tiempo de poder leerla entera en este malvivir en el que me hallo inmersa- sino por sentirme parte de algo, como si se tratara de un flashmob y para ver si, de paso, conseguía algo de tiempo y de relax, que buena falta me hace. A mí y a mi locura maternal transitoria.

Es cierto que no trabajo fuera de casa, pero eso no sería impedimento para huelguear a mis anchas y con todas las de la ley. No escribiría ni un párrafo, dejaría un par de colaboraciones pendientes a medio escribir -para que diera más sensación de dejadez subversiva-, me alimentaría de Domino’s Pizza y otros enemigos de la dieta saludable –ésta sería sin duda la mejor parte- y me pasaría el día tirada en el sofá reviendo el Ala Oeste de la Casa Blanca como si no hubiera un mañana. 

Ni cogería el teléfono, ni recogería juguetes, ni pondría lavadoras, ni haría la compra, ni la cama, ni me peinaría siquiera. A lo peor hasta ni me quitaba el pijama en todo el día, sólo para ducharme, porque una puede ser huelguista, pero limpia, sin peinar, pero limpia. Eso que no falte.

Sin embargo, los que hacen la huelga de verdad, la que anuncian en pancartas y banderas, me han dejado sin mi particular huelga privada, que, seguramente, me hacía mucha más falta que a ellos, porque soy una madre estresada de ojitos vueltos y cansancio extremo, que sólo pide que se respeten sus derechos más fundamentales –como el de ducharse en la intimidad sin agresiones pelirrojiles o no ser torturada con lanzamiento de juguetes o con canciones populares infantiles día y noche- y que, además, ya puesta a pedir, le dejen un par de horas libres para ver algo de telebasura, que aunque sea muy políticamente incorrecto para una universitaria de pro, es lo único que consigue despejarme.

Pues ahora resulta que la guardería no abre mañana. A ver, que lo entiendo, que son sus derechos, no digo yo que no, y que está muy bien que hagan uso de ellos que para eso están, como diría mi abuela. Pero ¿qué hay de lo mío? ¿qué pasa con mi día de huelga maternal? ¿qué hay de mis ilusiones y de mis planes de pereza pasivo agresiva?

No hay derecho. Así, que ahora me veo obligada a no hacer huelga. ¿Y eso no podía denunciarse? ¿Y a quién denuncio? ¿A la guardería o a la pelirroja? Supongo que a la pelirroja que es, en última instancia, quien me ata al trabajo de madre, pero seguro que al ser menor, la denuncia se queda en papel mojado... Total, que me quedo sin huelga. Con la ilusión que tenía. Lo dicho, no hay derecho.

miércoles, 28 de marzo de 2012

La guardería. El paraíso maternal (Parte III)

La guardería no es especialmente bonita, de hecho, es más bien fea y huele a fritanga, pero dicen que eso es porque hay cocina propia y que es buena señal. A saber. Muchos de sus compañeros tienen pinta de futuros delincuentes y sus madres aún no han descubierto ni el grupo Inditex ni las buenas maneras, pero imagino que, probablemente, las pobres son también madres agotadas que vienen desde la otra punta de la ciudad y al llegar no les queda aliento para los buenos días, a lo sumo para un bufido, que no es poco, y que a esas horas tampoco sé cómo interpretar, ni me importa,  la verdad.

Lo cierto es que desde que la nena está en la guardería cada vez me importan menos cosas o, por lo menos, me preocupan en menor medida, probablemente porque tengo cuatro horas libres para rumiarlas y darles solución o bien porque al estar menos estresada “todo el mundo parece más bueno y mejor y es más difícil distinguir al enemigo”, como diría El Lichi, así que apenas me importa lo del insoportable olor a fritura que me trae la pelirroja a casa cada día y que me lo impregna todo –aunque luego me vea obligada a limpiar el sofá con amoníaco-, ni los chicles pegados en el pelo –aunque los estragos en la melena la hagan cada vez menos Shirley Temple y más Punset- , ni las uñas con plastilina incrustada hasta la raíz, ni los virus que nos trae a casa y que nos repartimos como buenos hermanos… ni muchas otras cosas que antaño me hubieran hecho disparar las pulsaciones, como la pinta de paramilitares serbios que tienen algunos de los padres –algunos hasta mascan tabaco violentamente, lo que lo hace todo mucho más terrorífico- y es que a veces me acojono un poco, la verdad, no vaya a ser que a la pelirroja le de por guantear a su hijo y a mí me exilien a un Gulag. Y es que mis cuatro horas dan para mucho rollo zen, no digo yo que no, pero aún tengo que lidiar con otras 20 en las trincheras y lo cierto es que no siempre puedo mantener los chakras en orden.

Precisamente uno de los momentos donde cuesta mantener los chakras en buena posición es en las fiestas del centro,-por llamarlas de algún modo- un acontecimiento que, ilusa de mí, esperaba con mucha ilusión, pero que es lo más parecido al infierno que puede vivirse dentro de una guardería, sobre todo si la abuela materna –obstinada detractora de matricular a la nieta- decide acompañarte con la excusa de ver a la pelirroja cantar el ‘Dulce Navidad’ pero con el único interés de investigar el centro e interrogar al profesorado sobre “lo mal que lo está pasando la chiquilla”.

Así que en ese universo de vasitos de plásticos y cuencos con gusanitos chupados que las maestras nos ofrecen –imagino que para castigarnos por haber engendrado a sus insufribles alumnos- me vi desbordada, colándome en el escenario para colocarle bien a mi pequeña pastora el pañuelo y subiéndole las cintas de las alpargatas, como la madre de la Pantoja, al mismo tiempo que perseguía a la abuela que estaba acosando a preguntas a la pobre cocinera –que, sintiéndose importante, se dejaba querer- y a mi tía, que buscaba al tal Oswaldo –el que patea día sí y día también a sus nietos-, no tengo muy claro con qué fin...

Sobra decir que la guardería no ha organizado más fiestas a las que pudiera asistir la familia. O quién sabe, a lo mejor no nos han invitado, pero tampoco les guardaría rencor, la verdad. Las cuidadoras de la nena -y guardianas de mis cuatro horas diarias de relax- tienen un papel tan destacado en mi equilibrio psicológico, que podrían escupirme diariamente a la cara las bolas de tabaco de los presuntos paramilitares y aún así seguirían ocupando un importante hueco en mi corazoncito de madre extenuada y hasta un hueco en mi herencia si la tuviera…Vamos, que estoy por ahorrar.