Yo no digo que no me hagan ilusión, porque me hacen, pero
luego una vez pasada la intriga y la emoción del momento, me quedo como
descolocada sin saber qué hacer con esa aberración en mis manos. Y no, no hablo
de esa camiseta de propaganda o esa gigantogorra con frontal de gomaespuma
propia de jubilada playera, que todos nos desvivimos por conseguir cuando las
regalan por las calles o las lanzan en una fiesta, aun a sabiendas de que son esperpentos
que no sólo no quieres para nada, sino que su mera presencia en tu ropero es
una ofensa mortal... pero en ese momento son lo más y si no los consigues
entras en una depresión de caballo mientras miras con envidia a tus congéneres
luciendo camiseta con logo. Una pena, vaya.
Pues no es eso, pero es más o menos lo mismo lo que me pasa
a mí con los regalos -por llamarlos de algún modo- que la pelirroja me hace en
clase para Navidad para el día de la Madre o para San Valentín, que acojo con
toda la ilusión inicial de la que soy capaz en un primer momento entre la
sorpresa por el presente y las dos mil elucubraciones por minuto que he de
tener hasta averiguar qué demonios es ese pedazo de arcilla deforme y
multicolor, para no hundir la vocación artística de la nena ni mucho menos su
ilusión en homenajearme.
Precisamente, para solventar este truco he venido depurando
una estrategia que consiste en cerrar los ojos y preguntarle a la nena qué es
el regalo y que ella desvele el misterio para así no pisar arenas movedizas ni
machacar egos infantiles -que aún recuerdo el disgusto que se llevó cuando me
hizo una flor de plastilina que yo confundí con un monstruo pero en mi defensa
diré que acabábamos de ver Monstruos SA y además aquello podía ser cualquier
cosa menos una flor- para luego abrirlo y mostrarme falsamente emocionada con
sus cuestionadas dotes artísticas.
Y es cierto que yo me voy a casa la mar de contenta con mi
engendro entre la manos, presumiendo de amor maternofilial y de atenciones
pelirrojiles, pero claro, el problema viene cuando pasadas unas horas y
olvidada la emoción, la nena no sólo
continúa reclamando atenciones sobre la cosa, sino que pretende que le dé
utilidad en una dura prueba de confianza. Y ahí viene lo peor.
Quizá por eso prefiero que los regalos-engendro sean decorativos
en plan cenicero deforme o portarretratos surrealista, que una puede abandonar
a su suerte en cualquier esquina de la estantería sin notar mucho perjuicio en su
vida. En segundo lugar y subiendo en peligrosidad me quedo con los regalos
'útiles' en plan una taza amorfa y con bordes punzantes que hace que todo lo
que metas dentro sepa a buches de barro y es que ya es un drama en sí mismo
tener que ver algo tan horrible recién levantada como para encima echarte ahí
un zumo y dejarte la boca como Carmen de Mairena. Pero lo peor de todo, son sin
lugar a dudas, los regalos que precisan de lucimiento exterior y humillación
pública, tipo llavero con cordón de lana o collar de macarrones pintados con témpera...
Como no podía ser de otra manera, yo pillé uno que me hizo la
pelirroja el año pasado y que es para pegarse un tiro sólo con mirarlo, pero
claro, la nena, que se creía que aquello era un Bvlgari por lo menos, quería
que me lo colocara cada día y a pesar de que yo le decía que lo reservaba para
ocasiones especiales, una tarde me vi obligada a ponérmelo ante la insistencia pelirrojil
que me decía que estaba guapísima con mi fabuloso look rematado por un collar
comestible... Un drama.
Y como era
verano, no tenía opción a pañuelo ni nada que escondiera aquello por lo que me
vi obligada a ir con la mano en el pecho como Napoleón para cubrirlo un poco y
no parecer una majara. Porque una es madre pero tiene cierto sentido de la moda
y llevar aquello alrededor del cuello sería un gesto de amor muy grande, que no
digo yo que no, pero también un atentado contra el buen gusto y ya tengo
bastante con mis pelos de loca criadora de gatos callejeros, como para alimentar
esa idea con collares engendro.
Por suerte, la nena que es caprichosa como su madre, decidió
que aquella joya era tan estupenda, que estaría mejor en sus manos. Yo me hice
la herida -no mucho no fuera a cambiar de opinión y me tocara repetir hazaña- pero se lo endiñé y por suerte lo rompió en
dos días por lo que me libré de aquel tormento y de su posible vuelta a mi
cajón de complementos. Eso sí, todavía me queda el llavero de arcilla naranja
flúor y el cuadro de lentejas...
Con lo bien que me vienen a mí las tarjetas regalo.
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