…tienen mis penas remedio, contigo porque me matas y sin ti
porque me muero. Probablemente nada explique mejor la relación materno filial
que estos versos populares, aunque eso sí, con algo menos de intensidad, que
las madres tenemos los nervios destrozados a base de estrés galopante y
griterío infantil, pero ni matamos ni nos morimos, al menos, de momento.
La cuestión es que cuando pasas una temporada de intensa
maternidad, que viene a ser casi siempre, y tienes que ir con la nena a cuestas
a todos sitios, ya sea a hacer la compra –y eche abajo el montículo de fresas
que el frutero se ha pasado la mañana apilando y encima pisotee las que han
caído al suelo y te salpique el vestido blanco-, a probarte la nueva colección
de Mango –y te abra la cortinilla del probador y te obligue a hacer un posado
en ropa interior en público-, al banco –y tire al suelo los dos mil folletos de
planes de pensiones del expositor, poco antes de patear al tristísimo Fernando
Alonso de cartón, que para eso nosotras éramos de Schumacher- o a empastarte
una muela –que así te olvidas de la fobia al dentista tratando de que la niña
no desmonte la consulta y que si lo hace, el dentista no se dé cuenta, no vaya
a ser que se vengue y te lance un chute de anestesia mortal-, estás deseando
mandarla a casa de la abuela –o de la bruja de Hansel y Gretel si hace falta-
con tal de ganarte uno o dos días de tregua, ya no para tirarte a la bartola
–que tampoco estaría nada mal, oiga- sino para poder solucionar tus asuntos como
una persona normal, sin la amenaza de una pequeña pelirroja coqueteando con la
autodestrucción en cada esquina.
Sin embargo, en ocasiones, nuestros ruegos de madre agotada
son escuchados y sobre el horizonte aparece una boda, una fiesta de cumpleaños,
una escapada, una cena o cualquier evento que precise de abandonar a la prole
en la cuneta –léase en casa de la abuela- durante al menos 24 horas. Y una hace
el equipaje como quien se va a Bali, emocionada de tener 24 horas de vida
adulta, que 24 horas dan para mucho y más para una madre que sabe multiplicar
el tiempo como los panes y los peces … Pero es abandonar a la nena y a los
cinco minutos empezar a notar cierta desazón, agobio, melancolía y angustia… y
estar frita por volver. Una mierda todo.
Hace unos días nos invitaron a disfrutar de una exquisita
cena con cocineros andaluces de prestigio, alojándonos en un fabulosísimo hotel
de Marbella con sus cinco estrellas y sus cuatro gigantopiscinas. Probablemente
si me hubiera tocado el Euromillón no habría reaccionado con tanta alegría ante
la noticia, sobre todo, tras haber vivido una de las semanas maternales más caóticas
y perrunas, que en realidad vino a ser como todas las demás, pero con menor
tolerancia personal al infierno. Y como digo, todo fue ilusión y algarabía, que
hasta me compré un biquini nuevo para darlo todo entre cócteles y piscinas como
si no hubiera un mañana o como si se tratara de una quincena de vacaciones en
el Caribe. Pobre.
Y a la pelirroja la mandamos con la abuela sin ningún sentimiento
de culpa, que bastante tiene una con su mala vida y sus cervicales machacadas
como para no darse un homenaje de vez en cuando… Pero como no podía ser de otra
manera, fue llegar al hotel y empezamos a echarla de menos –no en plan amor,
amor, sino en plan, me falta el apéndice chillón-, a preocuparnos por si estaba
bien –que la pelirroja es muy suya- y en lo que disfrutaría en los columpios de
la piscina. Y así hasta el día siguiente, cuando terminó el pseudo relax y
volví a recogerla con la ilusión de quien va a una cita con Hugh Jackman.
Y el
reencuentro fue como el de los anuncios de turrones de Navidad, todo amor y
entrega, besos y abrazos, que parecía que la niña llegaba de estar tres años en
un internado austríaco. Y nos encaminamos a casa, felices como perdices, hasta
que la nena decidió que quería quitarse los zapatos y andar descalza por la
calle y ante la negativa, entró en su habitual estado de locura transitoria y se tiró al
carril bici cual suicida ecológica mientras berreaba como una loca. Y entonces
la miré, allí tirada haciendo la croqueta y recordé mi daiquiri de piña y mis
cuatro piscinas y mi biquini nuevo y no pude entender cómo la extrañé tanto
entonces, tanto como ahora echo de menos el ‘¿le traigo otro cóctel,
señorita?’. Qué vida perra ésta.