viernes, 12 de abril de 2013

Jarabes, antibióticos y otros seres malignos


La gente –y cuando digo la gente en realidad me estoy refiriendo sobre todo a la mamma y a sus ojos inquisitivos acompañados de un ligero movimiento de cabeza de un lado a otro- cree que cuando yo digo que es imposible hacer que la niña se tome los medicamentos, me refiero a que le pongo la jeringa o cucharilla en la boca y ante la negativa de la nena a abrirla –todo esto con las maneras de la Casa Real británica- yo desisto, le doy un beso en la frente y le pido que por favor, en la siguiente toma trate de abrirla y todo con una música celestial sonando de fondo, mientras cuatro querubines flotan por el salón.

Pues mire usted, no. Cuando yo digo que es imposible hacer que la nena se tome los medicamentos, me refiero a que es imposible. A que tras los dos intentos por las buenas, yo me encargo de atraparla con las piernas como un alacrán, placarle los brazos mientras se retuerce como una serpiente de cascabel y entretanto el pater le sujeta la cara con una mano y con la otra le inyecta el chute entre el hueco de los dientes y nos quedamos así con postura de torturadores de Guantánamo hasta que parece que la pelirroja se lo ha tragado y entonces, justo cuando nos creemos vencedores, la nena lo escupe dejando caer un río naranja bajo sus labios y llenándolo todo de principios activos.

También hemos probado a alterar la ecuación inyectándole un chute de agua o de zumo o de fanta al instante para que trague ambas cosas, pero de nada sirve, el caño naranja vuelve a brotar una y otra vez.

Por suerte, la mayoría de los tratamientos se dan tres veces al día por lo que el chute de la noche se lo damos dormida y a traición, que ético no es mucho, pero funciona a la perfección. El problema viene con la toma de la mañana cuando ya está más despierta y nota el olorcillo del mal bajo su nariz y entra en cólera, o la del mediodía que desde que no echa siesta se convierte en una auténtica batalla campal con resultados eternamente negativos.

También, he de decir que estas técnicas de polis malos muy malos y corruptos de series estadounidenses, las venimos alternando con otras acciones más benévolas y menos penadas con cárcel, bien sobornos en plan ‘si te tomas la medicina, te compro una bolsa gigante de chucherías o unos patines o un mono Tití que baile sevillanas’ o bien reforzando su autoestima en plan ‘con lo mayor que eres seguro que te la tomas de un trago, no como Periquito que es un bebé’ o ‘las princesas como tú se la toman rápido, rápido porque son buenas’ o bien directamente amenazando en plan ‘pues como no te la tomes no te voy a poner tu tele o no te voy a comprar las pinturas o no vamos a ir a los columpios’ o las más destructoras ‘pues cuando vean que no te la tomas y que sigues siendo un bebé, no nos van a dar al hermanito porque van a decir que si ya tenemos un bebé en casa para qué queremos otro’… Y así hasta el infinito de la coacción creativa…

Y luego, me llama mi madre para pedir el parte y preguntarme si se ha tomado el jarabe y cuando le digo que no, mientras me quito el antibiótico de las pestañas y barajo qué ansiolítico natural puedo echarme a la boca, noto su mirada fulminante e incrédula a través del teléfono y me dice algo así como ‘¿pero es que no entiendes que se la tiene que tomar?’ y entonces me debato entre volver a explicarle mis métodos mafiosos, grabarle un vídeo del placaje o hacerme la muerta. Y me hago la muerta.

jueves, 11 de abril de 2013

Noches de fiesta y algarabía


Hace unos días decidimos en casa hacer una performance nocturna de las nuestras, por aquello de que estábamos aburridos y a nosotros lo que nos gusta es vivir al límite de la cordura y del infarto cerebral.

La noche no empezó mal porque la nena se acostó pronto y el pater y yo pudimos fingir ser no padres durante unas horas y ver algo decente en televisión –bueno, en realidad yo me enganché a Gran Hermano, sí, ahora podéis escupirme, y el pater, enemigo acérrimo de la telebasura, se lanzó a leer uno de sus libros tostones de romanos- hasta que la niña empezó a gimotear rarunamente desde el cuarto, primero como una paloma de buen rollo y luego como una gaviota asalvajada de esas que roban bocadillos en los colegios y miden metro y medio.

Tras un par de visitas al cuarto –en realidad 500, que no pude enterarme de si al final había habido o no edredoning, qué vida perra-, la nena mirando al vacío y con la cara de estar muy loca, nos confesó que le dolía un oído y tras un momento de pánico inicial, le inyectamos un chute de ibuprofeno –no sin lucha previa y sanguinaria como siempre ocurre en estos casos- y la cosa se calmó.

Así que con el miedo en el cuerpo y agotada como una bailarina de carretera octogenaria y con lumbago, me fui a la cama junto al pater, que tampoco pasa por su mejor momento tras una neumonía galopante que le ha envejecido 3 años y una pelirroja que no de la tregua, y entramos en un merecido estado de coma terminal.

Así que cuando la niña rompió a gritar a las 3 y pico de la madrugada como si la estuvieran matando, el pater y yo, con los ojitos ‘güertos’ de cansancio mortal y en plan ‘¿qué pasa, quién soy, qué hago aquí?’ nos incorporamos en la cama -como los payasos esos de las cajas sorpresas- con tanto ímpetu que nos metimos un cabezazo que a punto estuvo de causarme un derrame cerebral que la nena ha salido al pater en lo referente al tamaño craneal y que conste que no quiero hacer sangre con el asunto, que si quisiera os diría que me salió un chichón. Con lo feo que está eso a mi edad.

Pero bueno, a lo que vamos, la niña estaba histérica no, lo siguiente y ni Junifen ni paños calientes ni palabras de consuelo del pater con los pelos de la súper abuela y los ojos dormilones de los osos amorosos o mías, que me debatía entre morirme de sueño extremo o de terror absoluto ante los gritos y lágrimas del pelirrojismo al que nunca había visto así. Así que ante la paranoia general que solemos tener en casa, decidimos hacer una visita after hours al Materno, que no se diga que aquí no nos gusta el drama.

Así que emprendimos el peregrinaje a las 4 y pico de la mañana para que una doctora con trece años y cara de ser fan de Justin Bieber nos dijera que la nena tenía otitis para regocijo familiar, nos endiñara un antibiótico de ésos que la niña vomita y nos dejara volver a casa para morir en nuestra propia cama.

Y volvimos a casa y nos acostamos y nos levantamos y nos volvimos a acostar y así un par de veces –la parte del vómito la omito- hasta que decidimos la distribución perfecta: la nena y yo en mi cuarto y el pater en la cama de la nena –otra vez me engañaron si es que el sueño es mi peor enemigo- y entramos en coma, sobre todo yo, que creo que hasta ronqué y ni me importaron las patadas internas de cigoto ni las externas de la pelirroja y todo fue relax hasta las 7 de la mañana, esto es hora y media después, cuando la presunta enferma se despertó con la energía de Pocholo y a pesar de las amenazas, chantajes y sobornos por mi parte –a nivel Tarantino-, acabé a las 7,15 de la mañana viendo Dora la Exploradora en el salón.

Y lo mejor de todo es que la niña no sólo no ha vuelto a quejarse del oído sino que me niega que lo hiciera la noche anterior ni recuerda haber dormido conmigo ni mucho menos la visita clandestina al hospital a las tantas ‘jigonas’ y me mira y se ríe como si me estuviera quedando con ella. Si no fuera porque sé que es una estrategia para librarse del chute de antibióticos, la llevaba al Materno, otra vez.

miércoles, 10 de abril de 2013

Ilusiones del post embarazo



Como dice mi cuñada Inma, lo mejor del segundo embarazo es que una sabe que va a ser el último –o al menos confía en ello- como quien pasa la varicela y sabe que por mucho que pique aquello y por mucha fiebre que trate de acabar con su vida, una vez que termine el tormento y siempre y cuando sobreviva, ya estará inmunizada y a no ser que vengan unos alienígenas con una cepa nueva, una ya estará libre de volver a pillarla para el resto de sus días. Y eso, quiera que no, ayuda a sobrellevarlo con cierto ánimo, como cuando bebías de más y vomitabas o te morías de la resaca y decías aquello de ‘ya no voy a beber más en mi vida, lo juro por Dios’… pero de verdad.

Así que ése es el principal consuelo que tengo cuando brindo con zumo de naranja o muero de ardores que me abrasan el esternón o ando cual Falete escocido o no encuentro la postura en ningún sitio y me retuerzo en el sofá con miles de cojines  y subo las piernas y las bajo y me pongo como un indio y me tumbo y me voy a la cama y me cambio de lado 200 veces y cambio al pater de sitio otras 200 y me pongo una almohada entre las piernas y me la quito y me recoloco la espalda y el niño me pega un patadón que me deja sin aliento o me maltrata la cara interna del ombligo y me levanto y vuelven los ardores y el cansancio extremo –que no el sueño- y el barrigón que no deja de crecer y el no poder ponerme casi nada bonito ni beberme tres copas de vino seguidas para amortiguar el dolor de riñones ni comer según qué cosas… Entonces, justo cuando deseo la muerte entre sofocos, ardores, náuseas e incomodidades variadas, me acuerdo de que es la última vez, el último tirón, la última tanda de abdominales… y oiga, la mar de bien que me quedo.

Entonces fantaseo con el postembarazo y aparte de las ganas que tengo de verle la cara a cigoto, que una aunque tenga ganas de fiesta tampoco es tan desnaturalizada, pienso en todas las cosas que voy a hacer y en lo bien que me lo voy a pasar y me invento una agenda apretadísima de actividades y citas sociales. Todo ello, con un tipazo a lo Cindy Crawford en sus buenos tiempos y muchos modelitos fabulosos en el armario –todos los que no me he comprado mientras soy mujer gestante y todo lo que me cabe es tan feo que merece ser destruido en la hoguera- . Y me imagino cenando con mis amigas y bebiendo vino sin una gigantobarriga empujando la mesa y me imagino de escapada con el pater con mi cuerpo y mi agilidad recuperados e incluso en un alarde de buena madre me imagino paseando con la pelirroja y con el cigoto calle arriba y abajo con tranquilidad y sosiego y mucho encaje y mucho chantilly y entonces caigo en que todos esos recuerdos me son familiares, demasiado familiares… tan familiares como que son los mismos que me alimentaban la moral cuando era la pelirroja la que me pateaba los órganos vitales… Y luego, llegó la verdad y los andares de Chiquito tras la cesárea y las noches de maldormir y las prisas y el estrés y las vomitonas de leche y el gigantocarro empujando gente como un kamikaze… y ni rastro de Cindy Crawford ni de glamour copa en mano y me hundo en la miseria.

Pero aún me queda la esperanza de que si no hay dos embarazos iguales tampoco haya dos postembarazos iguales…

Si no, al menos, será el último.