martes, 27 de marzo de 2012

La guardería, el paraíso maternal (Parte II)

A priori, mucho antes de conocer siquiera las instalaciones, la pelirroja se declaraba una entusiasta de la guardería, bien porque no tenía ni idea de qué era o bien porque cada vez que decía que quería ir, era agasajada con todo tipo de chucherías y regalos con el doble fin de que –en un cutre ejercicio de psicología barata- acabara vinculando las ideas de la felicidad y la sobredosis de azúcar con la del cole y para que, de paso, mostrara un entusiasmo desmedido delante de mi inquisidora madre –detractora acérrima de la guardería- cuando se le preguntara sobre el asunto.

Ruina. No sólo no fingía delante de la abuela cuando se le preguntaba sino que, además, hacía pucheros, probablemente porque escuchaba cómo mi madre me repetía frases melodramáticas del tipo “qué lástima de mi niña, para que le peguen”, como si en lugar de a la guardería planeara llevarla a una pelea de gallos en el Bronx y, claro, imagino que a la chiquilla tanto drama le impresionaba.

De cualquier manera, las cutretécnicas de psicología de libro de autoayuda tampoco funcionaron y el primer día de guardería fue, como no podía ser de otra manera, un auténtico desastre, un infierno anunciado, una tragedia griega, uno de esos días que guardo a buen recaudo en el subconsciente para contarle a mi psiquiatra el día que finalmente termine perdiendo la cabeza y acabe andando en camisón y con un rifle por toda la ciudad.

Y es que nada más llegar al recinto y antes incluso de que abrieran la puerta, la niña pareció entender de qué iba el asunto y empezó a endemoniarse de tal manera que poco faltó para que empezara a andar por las paredes –probablemente le frenaron los horribles dibujos de falsos personajes Disney hechos a rotulador por una mano poco talentosa-. Menos mal que la maestra, cual loquera experimentada, salió -más bien tarde que pronto- a nuestro encuentro y, minutos antes de que a la niña le comenzara a dar vueltas la cabeza, la cogió en brazos, reduciéndola como a un francotirador y soportando estoicamente las patadas en los costados y los tirones de pelo, mientras nos explicaba los pormenores del ‘período de adaptación’, todo ello sin dejar de sonreír. Pobre.

Y yo, que no tenía muy claro qué hacer ni en aquel momento ni durante aquella primera hora de libertad que se me presentaba, mitad asustada y mitad avergonzada por el espectáculo ofrecido por la pelirroja –que sí, que sí, que será muy habitual, pero su primo el ‘todolohagobien’ entró como si entrara a su casa, saludando y todo-, me fui a una cafetería cercana con mi prima, a esperar por si a la niña le persistía el ataque y tenía que ir a recogerla y encamarla o por si agredía a alguien y la expulsaban en su primer día, todo ello con el estrés bombeándome el pecho, las manos temblorosas y quizás con un poco de sentimiento de culpa en el cogote…

Podría fingir y decir que lloré más que ella y que aquella primera hora se me hizo interminable, que no encontraba consuelo y que a punto estuvo de tirar la puerta abajo para que me devolvieran a mi niña. Pero no. Lo cierto es que apenas pasados unos minutos, aquella angustia se convirtió en relax y me sentí en la gloria, aliviada de volver a ser un solo cuerpo y de poder tomarme una Coca cola entera sin que nadie me la derramara encima o me metiera los dedos dentro e incluso poder mantener una conversación medianamente coherente con otro adulto, aunque fuera sobre pañales.

Y a la hora la recogí y todo fueron abrazos y besos y pegotes de plastilina en la camisa. Habíamos superado el primer día y sin rencor ni valiums de por medio. Y tras ése vino otro día y otro y luego otro y otro más, algunos mejores y otros peores, la mayoría peores para qué engañarnos, pero todos con el denominador común de traer bajo el brazo unas horas de libertad y eso vale todo el esfuerzo.

Vale que cada mañana tenga que protagonizar una caminata interminable, empujando un carro con 17 kilazos de prole en su interior, con los gemelos como Indurain, entonando los grandes éxitos de Cantajuegos con el poco aliento que me queda y haciendo todo tipo de carantoñas, cucamonas y piruetas, cuanto más ridículas mejor, para que la nena vaya entretenida y no sospeche el destino que la aguarda porque al final del tormentoso trayecto tengo mi merecido premio, mis cuatro horas de libertad. Cuatro horas enteras para trabajar sin gritos, para hacer la compra sin berrinches, para hacer recados diligentemente o para hacerme la muerta si quiero que para eso son mis cuatro horas de no madre. Lo que no sé es lo que va a ser de mí cuando llegue el verano. Se acostumbra una tan pronto a lo bueno...

(Continuará)

5 comentarios:

  1. Excelente redacción! Has hecho de una historia trivial de leer (el primer día de guardería) un relato incluso emocionante! Me ha sorprendido mucho de verdad. Ánimo que aún te quedan meses de libertad por delante! :-) y ¡enhorabuena de nuevo!

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    1. Muchas gracias!!! Lo cierto es que no sé si tengo más miedo a que llegue el mes de julio o a que empiece el colegio de verdad en septiembre. Danger. Haré acopio de fuerzas y de tranquilizantes, jejejje...

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    2. Eres una crack, cuántos papis nos habremos vistos reflejados en tus elocuentes lineas.Sigue así.

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  2. yo la dejo también en verano, sin descanso!y las 8-9 horas de guarde no se las quita nadie, y tan pancha

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