lunes, 12 de marzo de 2012

Tonto el último


Nunca me ha gustado ir a hacer la compra, de hecho, lo detesto. Detesto hacer cola en los supermercados y tener que escuchar las conversaciones de la clientela sobre si aquello está más o menos barato que lo otro, sobre si al puchero se le echa o no hueso blanco –no entiendo nada, ¿acaso hay de otros colores?- o sobre si Belén Esteban está mejor o peor después de haberse operado, todo mientras trato de que no se me caigan los brazos –o se me estiren doce centímetros en plan Inspector Gadget-, en los que tengo encajados todo tipo de productos que no venía a comprar –los que venía a comprar seguramente no los lleve- y, al mismo tiempo, evito que se me cuele alguna señora de pelo cardado que siempre acecha desde el pasillo de los congelados.

Sin embargo, desde que soy madre y malvivo en una jaula de grillos, sin un minuto de silencio ni de relax, donde todo es Canal Disney, pañales por cambiar, muñecos ahogados en el wc, incombustibles ososperros cantarines y torpes piruetas con descalabros incluidos sofá abajo, ir a hacer la compra –sola, por supuesto- se ha convertido en un oscuro objeto de deseo, en una maniobra justificada y eficaz para escapar del tormento de gritos infantiles y de lanzamiento de piezas de Megabloc.

El problema está en que el pater de la criatura –consciente de la tienda de los horrores que tenemos montada en casa- también ha redefinido su relación con las que antaño fueran las tareas más fastidiosas de la lista y ahora nos matamos vivos para ver quién baja a tirar la basura –a las diez de la noche y con frío polar-, a arreglar papeleo a Hacienda – en pleno cierre de trimestre- al chino –a por un paquete de azúcar que no necesitamos- o a pagar recibos al banco –en día de ingreso de pensiones-… Pero eso sí, lo hacemos fingiendo, siempre fingiendo que lo hacemos para liberar al otro, para descargarlo de tan molesta tarea y dejarlo tranquilito y a buen recaudo en el cálido hogar familiar…

Las batallas son duras y las argucias empleadas, ingeniosas, pero sólo puede haber un ganador y generalmente es una servidora, que se ha hecho una experta en crear necesidades irreales y defenderlas hasta la muerte porque ¿quién puede vivir un sábado por la tarde sin un puñado de puerros o sin un tarro de pimientos del piquillo en la despensa? Es inhumano. Una atrocidad. Así, que me ofrezco voluntaria para solventar el contratiempo y salgo de la casa, victoriosa, y veo a lo lejos la fachada del súper como quien ve a la Virgen de Lourdes y mientras hago cola en el supermercado, puedo relajarme y hasta pensar… Pensar en los viajes que voy a hacer, en toda la ropa que me voy a comprar, en lo morena que me voy a poner este verano e, incluso, en la nariz de Belén Esteban…

3 comentarios:

  1. Totalmente de acuerdo, todo por estar un minuto solo sin oír titi, coco o la nena

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  2. Ay pues a mī me encanta un supermercado. Mercadona no, que no me entretiene, pero un Carrefour o un Hipercor, con los millones de variedades que pueden tener de cualquier cosa... Y en London ni te cuento, que he descubierto productos que ni sabía que existían! Reme

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  3. Cuando nos convertimos en mamás empezamos a desear nuevos y sencillos lujos: el silencio, dormir, leer un libro tranquilamente, etc ......incluso hacer la compra, je,je,je.


    ¡Feliz semana!

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